
La concepción Tomista del gobierno político
y la secularización del estado moderno
De Regimine Principum ad Regem Cypri, L.L cap. 15
"[Deus] instituit etiam qualiter [reges] se debe-rent habere ad Deum: ut scilicet semper legerent et cogitarent de lege Dei, et semper essent in Dei timore et obedientia".
SANCTI THOMAE AQUINATIS O. P.
Summa theologiae, la pars q. 105 a. 1 Resp.
I. SANTO TOMÁS DE AQUINO Y EL GOBIERNO DEL ESTADO
Nadie discute que el opúsculo De regimine principum ad regem Cypri es una verdadera joya de la política en el que Santo Tomás de Aquino nos brinda una enseñanza profunda en torno a la naturaleza del estado, el significado de la autoridad y el fin de la convivencia humana (1). Aquí nos proponemos pasar revista al sentido de un pasaje capital de esta obra: el capítulo 15 del primer libro, para lo cual recordaremos el carácter de los capítulos que lo preceden. En ellos se trata de los siguientes temas:
- Necesidad de la autoridad en toda sociedad humana.
- Distinción de los regímenes de gobierno político.
- Preferencia del gobierno de uno por sobre el de muchos.
- Indicación de la monarquía como el mejor régimen y de la tiranía como el peor.
- Modalidades de los regímenes romanos y judíos.
- El origen de la tiranía en los regímenes autocráticos (monarquía) y policráticos (democracia).
- El problema de la tolerancia del tirano.
- Consideraciones en torno a la recompensa (praemium) del gobernante.
- El fin de los actos de gobierno y los bienes sobrenaturales.
- La bienaventuranza como recompensa postrera del príncipe.
- Deberes del príncipe con relación al buen gobierno y con vistas a evitar la tiranía.
- La adecuada adquisición de los bienes terrenales a través del gobierno justo.
- El lugar del gobernante en la sociedad según la fórmula rex esl in regno sicui anima esi in cor-pore et sicul Deus esi in mundo.
- El ministerio del gobernante con respecto a la institución y conducción del estado (2).
Ya enterados del contenido de los capítulos que lo anteceden, comencemos a rastrear el decimoquinto, en el cual hallaremos la síntesis de la noción tomista de la autoridad cristianamente entendida.
Nos dice el Doctor Angélico que, así como la institución del estado se atiene a la institución del mundo, así el gobierno político se debe comparar al gobierno del mundo en el que los estados tienen su sede. Ahora bien: gobernar es conducir a su fin la cosa que se gobierna. Santo Tomás echa mano al parangón con la nave y su comando para explicar el tenor del gobierno civil:
"Así también dícese que la nave es gobernada en tanto la industrhi del capitán la lleve ilesa a puerto por el recto itinerario. Si, pues, algo se ordena a un fin que es exterior respecto de sí mismo —como el puerto respecto de la nave—, al oficio del gobernante pertenece no sólo que la cosa [gobernada] se conserve en sí ilesa, sino además que el fin sea alcanzado".
Inmediatamente, Santo Tomás introduce una condición de gran importancia:
"En cambio, si hubiese algo cuyo fin no estuviese fuera de sí mismo, el acto del gobernante sólo se ordenaría a que la cosa gobernada se preserve ilesa".
Con ello Santo Tomás aclara que las cosas que poseen su fin en sí mismas son gobernadas mediante la limitación del acto de gobierno a la manutención de las cosas en su situación actual, toda vez que no se procura una perfección ubicada allende las cosas gobernadas. Pero ninguna cosa puede ordenarse a un fin que esté más allá de Dios, que es el fin universal de todas las cosas; por ende, frente a aquello que se ordena a un fin extrínseco, tenemos ciertos impedimentos que obstaculizan el orden de las cosas si es que no tomamos en cuenta el fin separado (3).
Entre estos impedimentos nos topamos con el de la multiplicidad de tareas de gobierno, a saber: la de hacer que la cosa se conserve intacta en su ser y la de lograr las perfecciones que esa cosa aún no posee. En el navío, por ejemplo, el carpintero realiza los arreglos necesarios cuando el barco es castigado y sufre averías, pero el comandante es quien administra los recaudos para llevarlo a puerto. En el campo humano sucede algo semejante: el médico conserva la salud, el jefe de la comunidad doméstica provee el sustento, el doctor inculca el conocimiento de la verdad y el preceptor vigila el afianzamiento de las buenas costumbres y la rectificación de la conducta. Mas si el hombre no se ordenara a un fin exterior, con sólo estos cuidados su vida sería de por sí satisfecha en sus necesidades (4).
En rigor, alega el Aquinatense, mientras dure en su existencia temporal, el hombre siempre tendrá un bien extrínseco: la última felicidad, aquélla que nos espera en la fruición de Dios después de la muerte. Por eso decía San Pablo: Mientras moramos en este cuerpo, estamos ausentes del Señor (II Cor. V, 6). De ahí que el cristiano, para quien aquella bienaventuranza es adquirida por la sangre de Cristo y la recibe en prenda del Espíritu Santo, necesita de otros cuidados espirituales por los cuales se ordene ad porium salutis aeternae. Esta asistencia es la que nos ofrecen los ministros de la Iglesia fundada por el Redentor (5). Pero el fin de toda la sociedad no difiere del fin de los hombres que en ella viven, por lo que, si el fin de la muchedumbre se hallara intrínsecamente en posesión de esa congregación de hombres, el príncipe —que debe ordenar sus actos al fin social— debiera obrar como médico, como ecónomo o como maestro, porque en tal circunstancia no haría otra cosa que conservar lo que el estado ya carga en su haber (6).
El problema consiste en comprobar que los hombres se hallan políticamente reunidos para vivir secundum viriutem, esto es, en el efluvio y la conmutación de aquello que hace al bien vivir en la paz y armonía sociales. Con notable penetración, Santo Tomás no se deja arrastrar por la versión sentimental que nos induce a suponer que esa vida en la bondad comprimida en la virtud humana es de suyo la culminación de las aspiraciones objetivas del cuerpo político. Veamos este certero razonamiento:
"Parece que vivir virtuosamente es el fin de la multitud congregada. Los hombres se congregan para vivir bien todos ellos, cosa que no pueden conseguir individualmente. Pero la vida buena es conforme a la virtud; por tanto, la vida virtuosa es el fin de la congregación humana".
"Signo de ello es que las partes de la multitud congregada son aquéllas que se comunican mutuamente en el bien vivir. Si, pues, los hombres convinieran solamente en el vivir, los animales y los siervos debieran ser partes de alguna congregación civil. Al mismo tiempo, si todos los hombres de negocios pertenecieran a un determinado estado en razón de ser hombres que acumulan riquezas, tendríamos que sólo se contendrían en ese estado, en el cual son ordenados al bien vivir bajo las mismas leyes y el mismo régimen".
"Más porque el hombre viviendo según la virtud se ordena a un fin ulterior, que consiste en la fruición divina, como dijimos anteriormente, corresponde que uno mismo sea el fin de un hombre y el de la muchedumbre humana. Luego, vivir según la virtud no es el fin último de la multitud congregada, sino que por la vida virtuosa advenga a la fruición divina" (7).
Admirable punto de partida para arrimarnos al meollo del asunto: si a este fin último se pudiera llegar con las fuerzas de la naturaleza humana, al oficio del gobernante le sería propio dirigir a dicho término las cosas que tiene encomendadas a su principado. A la cabeza del cuerpo civil le atañe el máximo gobierno en el terreno de las cosas humanas, y es tanto más perfecto ese gobierno en cuanto se ordene a aquel fin postrero. Igualmente, aquél a quien pertenece cuidar del fin último le pertenece simultáneamente imperar a quienes se ordenan a tal término; de la misma manera, al capitán de la nave le corresponde imperar al constructor de la embarcación a los efectos de hacerla apta para navegar, como al general que dirige las operaciones de guerra le concierne imperar al fabricante de los armamentos y pertrechos bélicos.
Pero alejemos de nuestra mente cualquier herética veleidad de pensar que el acceso al fin último es obra de la virtud del hombre. Lo declara Santo Tomás al traerla colación una frase del Apóstol: GraJtia Dei, vita aeterna (Rom. VI, 23). Obtener el último fin es obra del gobierno divino, no humano. Una verdad que está centrada en la docencia permanente del cristianismo y que el Angélico la pronuncia en franca consonancia con el magisterio de la Iglesia de todos los siglos:
"Este gobierno pertenece a aquel rey que no es solamente hombre, sino que también es Dios: a Nuestro Señor Jesucristo, quien, convirtiendo a los hombres en hijos de Dios, los hace ingresar en la gloria celestial" (8).
El gobierno del Señor Jesús no conocerá en absoluto corrupción o defecto alguno, por lo que en las Sagradas Escrituras no es llamado solamente sacerdote, sino que además se lo denomina rey, como se lee en el Antiguo Testamento: Regnabit rex, et sa-piens erit (Jer. XXIII, 5). De Él, entonces, dimana el sacerdocio real. Más todavía: en el Apocalipsis se dirá aún que todos los fieles a Jesucristo, en tanto que miembros de su Cuerpo Místico, son reyes y sacerdotes: Y nos ha hecho reyes y sacerdotes de Dios, su Padre (Apoc. I, 6); Y los hiciste para nuestro Dios reino y sacerdotes (Apoc. V. 10); Serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con Él por mil años (Apoc. XX, 6). Pero este reino no es la esfera de acción del gobierno político, anuncia con vehemencia el Santo Doctor, porque es un mundo reservado al poder del espíritu que escapa a toda providencia civil: ha sido confiado a los que poseen el sacerdocio sacramental y, en modo especial, al Sumo Sacerdote, al Sucesor de Pedro, el Vicario de Cristo en la tierra, el Pontífice Romano, de quien todos los reyes del pueblo cristiano corresponde que sean súbditos, como lo son del mismo Jesucristo Nuestro Señor. Así, pues, a aquéllos que cuidan del último fin deben subordinárseles los que atienden los fines intermedios y ponérseles bajo el imperio de su ministerio superior (9).
El postrer parágrafo de este texto de Santo Tomás reza de la siguiente manera:
"Por tanto, porque el sacerdocio de los gentiles y todo el culto de las cosas divinas estaba ordenado a la adquisición de bienes temporales, que se ordenan a su vez al bien común de la multitud cuyo cuidado incumbe al rey, los sacerdotes de los gentiles se sometían convenientemente a los reyes. Y porque en la ley antigua los bienes terrenos fueron prometidos al pueblo religioso no por el demonio, sino más bien por Dios, así en esa ley los sacerdotes estuvieron sujetos a los reyes. Pero para que los hombres sean transportados a los bienes celestiales, en la ley nueva el sacerdocio es más elevado; de donde en la ley de Cristo los reyes deben estar sujetos a los sacerdotes" (10).
En los datos que citamos se aglutina la más límpida doctrina del estado católico. Pero ese estado, que existió en tiempos pasados, hoy nos es presentado como una utopía... Lo ha sustituido el secularismo que se instaló cuando el sentir de Santo Tomás de Aquino, de los Padres y de los doctores de la Iglesia dejó de ser la luz que iluminaba el intelecto de los hombres y la vida de la civilización.
II. EL ESTADO SECULARIZADO
La secularización del orden político es un hecho históricamente dependiente de otro hecho anterior y más agudo todavía: la secularización de la ciencia y de la cultura en el plano de los principios doctrinales y en el de sus aplicaciones a la vida práctica. En el detonante primigenio de la mencionada secularización es necesario indicar que la misma se presenta como la metamorfosis del epicentro del saber y del obrar tal cual era concebido por el grueso de las corrientes medievales: mientras que para el pensador y la sociedad del medioevo el núcleo de toda preocupación era Dios —tanto como objeto supremo del conocimiento y del querer, cuanto como fin del entender y del accionar—, para la era moderna el meollo de los desvelos de la mente y de la voluntad es, en cambio, el propio sujeto de estas operaciones, es decir, el hombre. Convengamos, pues, que la definición sintética del secularismo propuesta por Cornelio Fabro satisface plenamente el carácter de dicho fenómeno: "Secularización, secularismo y laicismo pueden ser tomados por sinónimos que se fundan y encuentran su justificación temática en el término común que los recoge: el humanismo" (n).
La secularización, empero, es un hecho no sólo histórico, sino también progresivo: el desplazamiento del teocentrismo medieval en pos de una visión antropomórfica implica la igualación en el plano humano de aquello que se da en el hombre como en un sustrato unificante, de manera que la exaltación del animal racional no significa solamente el acto que destaca lo que en él hay de noble y de bueno, sino inclusive lo que exhibe de miserable y de perverso. Más la aludida igualdad de valores, impelida a manifestarse como exigencia de todo lo que el hombre es en su integridad y no sólo de una de las faces particulares de su estampa, no podía evitar que los factores negativos del vicio y del pecado se antepusieran a las cosas positivas de la naturaleza humana, ya que la anarquía de esta hermenéutica humanista no es más que la pérdida de la regla elemental de cualquier examen de una realidad creada, esto es: la renuncia a la comprensión del ser humano como efecto de la causa divina y como ente ligado a los designios de la providencia del Autor del universo.
Simultáneamente, la sociedad política era víctima de la novedosa revolución. Así como el teocentrismo medieval bogó incesantemente por la subordinación del estado a la ley evangélica —toda vez que se ofrecía contradictoria una cristiandad sumisa a la Iglesia, pero cuya organización civil deambulara por un sendero extraño a esta obediencia al poder espiritual—, así el antropocentrismo humanista produce la quiebra de esa subordinación y confiere a la comunidad de los hombres una autonomía de medios y una libertad de fines que, a lo sumo, quedan restringidas al bien del hombre, sin que se advierta en ello la trascendencia hacia un fin superior que sirva de principio a la bondad participada. Observase, luego, la magnitud del problema político que deviene como resultado de la vigencia del humanismo, siendo necesario precisar el rasgo descollante de la cuestión en su más certero enunciado: el problema medular del proceso político del humanismo antropomórfico consiste en averiguar si la ruptura del orden social cristiano reduce al estado a una mera sociedad natural, o, por el contrario, si ese descenso comporta de suyo una merma o un decaimiento de la misma naturaleza de la comunidad perfecta. Que el problema es grave lo denuncia la enorme complejidad de la evolución temporal de la sociedad secularizada a partir del siglo XVI; pero la gravedad no es menor si nos atenemos a la espesa trama doctrinal que se debate en el fondo de la recusación de la comunidad cristianamente congregada en su estructura y en su existir. Preguntémoslo con expresión teológica: ¿la situación de la sociedad natural anterior a Jesucristo es idéntica a la de la sociedad apóstata que repudia la norma católica para reconvertirse al paganismo? Una respuesta afirmativa a esta interrogación deberá arrancar del rechazo del sentido explícito y del misterio insondable de la Encarnación del Verbo, el cual rechazo, en todo caso, anularía la divinidad del Redentor y eliminaría la misión salvífica de su excelsa Pasión y Muerte. Y ésta es la tragedia que ha desencadenado el humanismo al hacer de la criatura racional el alfa y el omega del hombre y de la sociedad, una medida absoluta de los mismos hombres, de los seres inferiores y de los que lo exceden en eminencia y dignidad.
Ahora bien: es importante constatar que el mundo contemporáneo no puede sentirse desamparado frente a una pretendida carencia de recursos doctrinales para la superación de la mentada circunstancia. La Iglesia Católica no ha cejado de pronunciar su juicio en torno al problema ni ha abandonado la Proposición de los principios esenciales del remedio que se urge. Tanto es así que basta la rememoración de la tradicional postura eclesiástica ante el catálogo de los errores modernos para certificar la responsabilidad asumida por la Santa Sede en este acontecimiento. En verdad, la colección de los documentos de la Iglesia que se han publicado desde Gregorio XVI hasta la actualidad en el camino de la doctrina v de la moral sociales es. en última instancia, el índice de que Roma sigue siendo la clave indispensable para practicar la recomposición política del cristianismo.
Para obtener un cuadro sumario del honramiento pontificio en lo que respecta a la secularización que destituyó la vida política de la cristiandad, junto con las secuelas que este evento trajo aparejadas, no hemos encontrado páginas más penetrantes que las de la encíclica Annum mrrressi de S. S. León XIII. fechada el 19 de marzo de 1902. la cual, con su desgarradora elocuencia, es también una esclarecida pintura de la hecatombe del mundo moderno que el sabio Pana trazara en las postrimerías de su largo y fecundo reinado. Es, además, un egregio testimonio de León XIII que ha sido poco menos que eclipsado en el recuerdo de la literatura católica posterior.
Dirigida a los miembros de la jerarquía distribuidos en todo el orbe, la carta incluye en sus inicios la comparación entre la benéfica unidad del gobierno de los cristianos con los males que asolan la tierra: "Si siempre fue necesario que se mantuvieran celosamente unidos en la caridad recíproca, en la identidad de pensamiento y de propósitos, para formar así un solo corazón y una sola alma, todos los grados jerárquicos de la Iglesia, esto es más que nunca necesario en los tiempos actuales. ¿Quién puede, en efecto, ignorar la amplia conspiración de fuerzas adversarias que pretenden hoy día arruinar y destruir la gran obra de Jesucristo, intentando, con una pertinacia que no conoce límites, destruir en el orden intelectual el tesoro de las doctrinas reveladas y aniquilar en el orden social las más santas, las más saludables instituciones cristianas? Vosotros mismos tocáis con la mano todas estas cosas, vosotros, que nos habéis manifestado muchas veces vuestras preocupaciones y angustias, lamentando el diluvio de prejuicios, de falsos sistemas y de errores que se van propagando a mansalva en medio de las multitudes. ¡Cuántas acechanzas se tienden por todas partes a las almas creyentes! ¡Con cuántos impedimentos se intenta a diario debilitar y anular en lo posible la acción benéfica de la Iglesia! Y entre tanto, como para añadir el daño al sarcasmo, se lanza sobre la misma Iglesia la acusación de no saber recuperar la antigua virtud y frenar así las turbias e invasoras pasiones que amenazan hoy con la ruina total".
León XIII era consciente que tamaña desolación no debía ser ocultada, aun teniendo amplios motivos para hablar de cosas menos atribulantes: "Pero no lo permiten ni la grave opresión de la Iglesia, que exige instantemente remedio, ni la situación de la sociedad contemporánea, la cual por el abandono de las grandes tradiciones cristianas si se halla ya muy trabajada moral y materialmente, camina hacia un estado peor, por ser ley de la Providencia, confirmada por la historia, que no pueden socavarse los grandes principios religiosos sin sacudir al mismo tiempo las bases de la próspera convivencia civil".
Las razones de esta corrupción se aglutinan en la persecución que la Iglesia, imitadora de su santo fundador, padece al brindar la verdad, el bien y la salvación frente al odio de sus enemigos. El mundo contemporáneo, prohijado por la Reforma protestante, aumenta paulatinamente su beligerancia contra el edificio de los dogmas y las costumbres católicos: "La guerra a la Iglesia cobraba de este modo un aspecto de mayor gravedad que en el pasado, tanto por la vehemencia como por la universalidad del asalto".
La sociedad no pudo evadirse de tal iniquidad y las doctrinas que irradiaban falsedades acabaron por oficializarse en la zona política: "Grandes y poderosos Estados van traduciéndolas continuamente a la práctica, gloriándose de capitanear de esta manera los progresos de la civilización común. Y como si no debieran los poderes públicos aceptar y respetar por sí mismos cuanto hay de más sano en la vida moral, se consideran desligados del deber de honrar públicamente a Dios; y sucede con demasiada frecuencia que, ensalzando a todas las religiones, hostilizan a la única establecida por Dios". De inmediato, el Papa dibuja un recuento de los más difundidos pecados que dimanan de la disociación entre el hombre y la realidad sobrenatural, disociación que afinca su catastrófica estirpe en la soberbia liquidación de los preceptos suprahumanos que rigen el orden de los seres y de los estados: "Porque, rotos los vínculos que ligan al hombre con Dios, absoluto y universal legislador y juez, no se tiene más que una apariencia de moral puramente civil, o, como dicen, independiente, la cual, prescindiendo de la razón eterna y de los divinos mandamientos, lleva inevitablemente, por su propia inclinación, a la última y fatal consecuencia de constituir al hombre ley para sí mismo" (12).
El síntoma previsto por León XIII es coherentemente reproducido por S. S. Pío XI un cuarto de siglo después en un texto cuya envergadura es encomiable por todo concepto y que no merece desperdicio: "Calificamos como enfermedad de nuestra época el llamado laicismo, sus errores y sus criminales propósitos; sabéis muy bien, venerables hermanos, que esta enfermedad no ha sido producto de un solo día; ha estado incubándose desde hace mucho tiempo en las entrañas mismas de la sociedad. Porque se comenzó negando el imperio de Cristo sobre todos los pueblos; se negó a la Iglesia el derecho que ésta tiene, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, de promulgar leyes y de regir a los pueblos para conducirlos a la felicidad eterna. Después, poco a poco, la religión cristiana quedó equiparada con las demás religiones falsas e indignamente colocada a su mismo nivel; a continuación, la religión se ha visto entregada a la autoridad política y a la arbitraria voluntad de los reyes y de los gobernantes. No se detuvo aquí este proceso: ha habido hombres que han afirmado como necesaria la sustitución de la religión cristiana por cierta religión natural y ciertos sentimientos naturales puramente humanos. Y no han faltado Estados que han juzgado posible prescindir de Dios y han identificado su religión con la impiedad y el desprecio de Dios. Los amargos frutos que con tanta frecuencia y durante tanto tiempo ha producido este alejamiento de Cristo por parte de los individuos y de los Estados, han sido deplorados por Nos en nuestra encíclica Ubi arcano, y volvemos a lamentarlo también hoy: la siembra universal de los gérmenes de la discordia; el incendio del odio y de las rivalidades entre los pueblos, que es aún hoy día el gran obstáculo para el restablecimiento de la paz; la codicia desenfrenada, disimulada frecuentemente con las apariencias del bien público y del amor de la patria, y que es al mismo tiempo fuente de luchas civiles y de un ciego y descontrolado egoísmo, que, atendiendo exclusivamente al provecho y a la comodidad particulares, se convierte en la medida universal de todas las cosas; la destrucción radical de la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; la desaparición de la unión y de la estabilidad en el seno de las familias, y finalmente, las agitaciones mortales que sacuden a la humanidad entera" (»).
La docencia de los Pontífices es sencilla, de fácil inteligencia y tajante en su condena al secularismo que, habiendo emergido de principios filosóficos que acompañaron la gestación de la modernidad, terminaron por corroer las más recónditas capas del orden político. Aquí nos interesan las dos formas que reviste la secularización política: la de la existencia de los hombres en el convivir en sociedad y la de la estructura jurídica del laicismo entronizado en el mundo contemporáneo.
III. LA FÓRMULA DEL SECULARISMO POLÍTICO
La secularización del orden político, como resultado de la aplicación a la vida práctica de las tendencias de la filosofía moderna, se instituye con el traslado a la sociedad de las convicciones alentadas por el hombre erigido en medida de sí y de todas las cosas que pregona la resucitada sofística del inmanentismo. La constitución natural y objetiva del orden del universo y las comunidades queda así desplazada por el principio subjetivista que hace depender la realidad del ser del dato subyacente en la conciencia humana esgrimido y utilizado por el hombre en el ejercicio autónomo de su libertad.
La libertad de conciencia, raíz de la moderna justificación del criterio de libertad de operación, asienta con ello su lugar de reducto inviolable del juicio humano sobre cuanta realidad sea alcanzada por el conocer y por la volición, de manera tal que la realidad entera del universo tendrá su ejemplar paradigmático en la conciencia elevada al rango de factoría causante de los objetos y postuladora de los fines que reclaman la inquietud de la razón y de la potencia apetitiva. El hombre, nos inculca el moderno filosofar, es más que un centro de actividad; por encima de cualquier otra cosa, es el término de su propio inteligir y de su constante quehacer. Un término allende al hombre mismo, en el mejor de los casos, es probable o hipotético, aunque allí la incerteza solamente deje paso a la mistificación de un más allá que debemos atribuir a la ilusoria esperanza en un mundo asegurado por la existencia de un ser divino que nos exima de la pesada carga de nuestra libertad de elección.
La libertad, pues, es modernamente el determinante radical e inefable de los movimientos del hombre. La sociedad de los hombres que así piensan recaba la inversión del principio de la vida civil: la libertad se encuentra en la base del ser y del obrar humanos y no hemos de solicitar a una causa distinta el principio motriz de la actividad del hombre en la vida estatal. ¿Cuál es, entonces, la causa de la sociedad y de la autoridad política?
Mientras la teología escolástica imbuida en la ortodoxia del catolicismo enseñó durante siglos que Dios era autor de la naturaleza humana, y, por ende, de su índole sociable, la nueva filosofía no consentirá que la voluntaria elección de asociarse permanezca ligada a lo que estima un craso determinismo. De ahí la pujanza de la ideología de Rousseau, que veía en la asociación el encadenamiento de la originaria libertad con que estaba provisto el hombre. Ya sea por una fuerza irresistible de la naturaleza como por una inexplicable fragilidad del hombre para ser consecuente con su libertad, lo que incumbe anotar, según esta orientación, es que el hombre se reúne en sociedad cediendo algo de su esencia —es decir, limitando su libertad— e imponiendo como condición para la libre asociación un freno a la sospechosa absorción del individuo libre por parte de la comunidad que pretenda abrogar las libertades personales. Con este corolario, en donde se infiere la conclusión maniquea de un hombre esencialmente libre y bueno que está compelido a vivir en la temeraria y opresora sociedad, el problema político se ha separado por completo del análisis de ese accidente propio que es la sociabilidad, el cual, en cuanto accidente, se da en una substancia cuyo ser es instituido con prescindencia de la autodeterminación humana respecto de sí y de la realidad extrínseca. Consiguientemente, acá no tiene sentido plantear la dependencia del hombre a partir de la causa que le comunica el ser: Dios no es la causa remota de la sociedad ni aparece entre los fundamentos del orden social, ya que se ha cortado el nexo entre el hombre y su causa creadora. En otras frases, Dios ni siquiera mediatamente se relaciona con los principios del estado. Su inclusión en este programa moderno del hombre y de la sociedad sería una convocatoria a cercenar la libertad, el principio ontológicamente definiente de lo humano.
La autoridad política transita por un cauce paralelo. El humanismo liberal que sirve de sustento a las ideologías individualistas y colectivistas del capitalismo y del marxismo no admite bajo ningún aspecto que el poder político provenga del Creador, por lo que la oración paulina —Non esi poiestas nisi a Dso (Rom. XIII, 1)— es únicamente el reclamo de una civilización asentada en el traslado de su responsabilidad cívica a un ámbito extraño: el de la Iglesia. La moderna sociedad política reconoce exclusivamente a la voluntad popular como fuente y principio lícito del poder, capaz de realizar la función gubernativa sin la ingerencia de concepciones permanentes o dogmáticas que entorpezcan el libre anhelo de los hombres de conducirse por la senda elegida según su albedrío o de acuerdo a la energía de las épocas históricas. Curiosamente, esa libertad de la voluntad instauradora de la autoridad política es la única habilitada para dirimir los conflictos entre el poder civil y el poder religioso, porque, inversamente, la ingerencia de un credo concreto en la vida de los pueblos atentaría contra la libre elección de una profesión religiosa, o bien ésta no tendría iguales derechos a otras. Se ve ahora que la puesta en práctica del liberalismo político impulsa abiertamente hacia el indiferentismo, lo que abriga una alternativa denigrante: pluralismo religioso o supresión de credos. Una vez más la autoridad se seculariza: su principio no es nada sobrenatural ni su fin puede apuntar a una realidad que trascienda hacia un mundo que dividiría a los hombres libres, iguales y fraternales, en "réprobos y elegidos", que es un modo de coartar la libertad operativa en el orden comunitario.
Secularizado el principio del estado, tanto en la consideración de su agente como en la de su fin y en la de su razón formal, la unión de los hombres en el cuerpo político se libra de toda sujeción a un factor distinto de la propiedad humana de la sociedad. El hombre es ley del hombre y el estado del estado. Dios, si existe, es, cuando mucho, ley de la Iglesia que cree en Él. Pero la ley del hombre es ley de la Iglesia y también lo es la ley de los hombres asociados en el estado, en tanto que la ley de la Iglesia solamente puede ser ley de ella misma en la medida en que no se entrometa con la libertad humana —individual y social—, que es anterior a cualquier asociación, y en la medida en que no busque legislar para el estado, que es equidistante de todo credo.
Digámoslo con la clásica jerga humanista: que la Iglesia legisle privadamente la conciencia enajenada de quienes han ofrendado su libertad a un Dios que acapara las voluntades; pero que la Iglesia se someta a los dictados de un estado para el cual ella es una simple asociación de ciudadanos con iguales atributos civiles a los de las restantes sectas. Henos, luego, con las dos variantes del ateísmo político: el de un capitalismo que sojuzga a la Iglesia con su ley laica, o el de un comunismo que, al suponerla nefasta para el interés social, pretende extirparla de la faz de la tierra. Concluyentemente, la vía de la salvación ha sido apresada por la ciudad del siglo.
IV. ENTRE EL ESTADO CATÓLICO Y EL CAOS
De modo muy sumario hemos visto cómo concebía Santo Tomás de Aquino la vida política en su naturaleza humana y en su orden al bien comunísimo que es causa de toda bondad en las criaturas. También registramos el juicio de la Iglesia acerca de esta noción cristiana de la convivencia y su descenso al pernicioso grado de secularización que se aprecia en la hora presente. En ambos casos observamos un detalle que nos mueve a reflexionar sobre la especial responsabilidad que cabe en este drama a las autoridades públicas que tienen a su cargo el gobierno de los estados.
El bien común social es el fin del cuerpo político, siendo por ello el fin del todo comunitario, de las asociaciones intermedias y de cada persona que en ese conjunto se halla involucrada; pero su adquisición y preservación es labor que concierne muy peculiarmente al gobernante, a quo ioíum bonum commune civiíaíis de-pende!, como dice el Aquinatense (34). El problema consiste, pues, en saber cómo puede el estado garantizar la seguridad y el incremento del bien común cuando la autoridad se ha desconectado de su orden objetivo a dicho fin.
Parafraseando a Santo Tomás, habíamos expresado que el fin supremo al que el hombre y las sociedades tienden es la visión beatífica, a lo cual no se adviene sin la gracia del Espíritu Santo. Puesto que ese término no es accesible con las fuerzas naturales del hombre —incluidas las del poder civil—, su consumación está irremisiblemente ligada a la sumisión de la naturaleza humana y de las sociedades políticas a la ley de Dios y a la misión salvífica para la cual fue instituida la Iglesia Católica. Ahora bien: esto es posible cuando el hombre y la sociedad se encauzan por la senda regida por los decretos cristianos.
¿Qué ocurre, entonces, cuando el ser humano y los estados recusan ese camino? Las consecuencias nos las han detallado los incesantes mensajes de los Pontífices con las dolorosas imágenes que ya conocemos. Pero todavía permanece una pregunta de fondo: ¿qué pensar de las repúblicas otrora regimentadas en su estructura y en su existencia por la fe cristiana y los cánones de la religión de Jesucristo y que hoy son el teatro en donde el ateísmo, la blasfemia y la apostasía han llegado a constituir la secunda natura de las mismas?
Sencillamente hemos de creer dos cosas: primero, que están condenadas a males cada vez mayores y a los castigos de la justicia de Dios; segundo, que no podrán superar esa situación en tanto no regresen al corazón del Divino Maestro. Para ello es inútil que le pidamos a este siglo las llaves del reino. La seducción de las soluciones congraciadas con el mundo moderno, por lo que de moderno tiene este mundo, no es solución: es la enésima reiteración de recurrir a la fuente de las tinieblas y del pecado para pretender, con vanidad rayana en la hipocresía, halagar a Dios con lo que la Encarnación del Verbo y la Resurrección de Cristo han derrotado para siempre.
De ahí que la actividad política contemporánea exija una cuota de celo, de ingenio y de humildad que sea lo suficientemente valiente como para comprender que el bien común social no es un término adventicio que se modifica según la libre y caprichosa elección de los hombres. Inversamente, es un bien que participa del bien supremo de todo el universo y que tiene su raíz en el ser cuya bondad subsiste eternamente como prueba de la infinita perfección que posee la esencia de Aquél que creó todas las cosas y las dispuso en un determinado orden.
Por eso podemos afirmar que entre el moderno estado laicizado y el estado natural —de acuerdo a las premisas del Doctor Angélico— hay una nítida diferencia. Pero esa diferencia es de contornos abismales si comparamos al estado secularizado con el estado católico que vigila la ley natural y se subordina al plan de la economía divina impuesto por Dios para que el hombre y la comunidad se ordenen a Él. No obstante, esta subordinación no es inmediata, porque el fin próximo del cuerpo civil es el bien común temporal de los hombres. En verdad, la subordinación del estado a un fin trascendente al orden temporal recaba la previa y solícita subordinación a aquella sociedad —la Iglesia— a cuyo ministerio le atañe proveer la vía de acceso a la gracia y a la salvación prometida por Jesucristo para quienes comulguen con su cuerpo y su sangre.
Los estados modernos sucumbieron en el caos cuando la fe dejó de ser la vida de los pueblos. Devolver los hombres a la fe, luego, es el antecedente imprescindible para restaurar la recta vida política. Y éste es un propósito que no podrá realizarse sin el doctor de la fe, cual Tomás de Aquino, que nos enseñe qué es Dios y cómo retornar a Él.
Mario Enrique Sacchi
Revista Mikael
Año 2 – Nro. 5
2do Cuatrimestre de 1974
(1) SANCTI THOMAE AQUINATIS O. P. De regimine principum ad regem Cypri, in Divi Thomae Aquinatis, Doctorís Angelici, opuscula philosophica, pp. 252-358, cura et studio P. Fr. Raymundi M. Spiazzi O. P., Taurini-Romae 1954. La numeración de los parágrafos la ex-traemos de esta edición.
Con relación a la autenticidad del opúsculo, vide M. BROWNE O. P. An sii authenticum opusculum S. Thomae "De regimine principum": "Angelicum" III (1926) pp. 300-303. Para el conjunto de la teoría política tomista, cfr. E. GALÁN Y GUTIÉRREZ, La filosofía política de Santo Tomás de Aquino, Madrid 1945; S. M. RAMÍREZ O. P., Doctrina política de Santo Tomás, Madrid 1952; B. ROLAND-GOSSELIN, La doctrine politique de Saint Thomas d'Aquin, Paris 1928; O. SCHILLING, Die Staats-und Soziallehre des heiligen Thomas von Aquin, Paderborn i. Westf. 1930, y P. TISCHLEDER, Ursprung and Träger der Staats-gewalt nach der Lehre des hl. Thomas von Aquin und seiner Schule, München-Gladbach 1923.
(2) El libro I concluye con el capítulo 15, que glosaremos de inmediato, y con el capítulo 16, en donde Santo Tomás versa acerca de cómo el poder político debe dirigir a sus súbditos en la vida virtuosa para que ella sirva de medio conducente a un fin ulterior y más perfecto. Notemos, sin embargo, que en algunas ediciones este libro consta de quince capítulos por haberse fusionado el primero y el segundo.
El libro II, de acuerdo a la mayoría de los críticos, se interrumpe en el capítulo 4 con las palabras ut animi hominum recreentur (n. 846, p. 280b, en la edición del P. Spiazzi). Es opinión generalizada que el continuador del opúsculo haya sido el historiador y obispo dominico Ptolomeo (o Bartolomé) de Lucca, entrañable amigo y confesor de Santo Tomás.
(3) De regimine piincipum ad regem Cypri, L. I, cap. 15, n. 813, pp. 273b-274a.
(4) Op. cit., loe. cit., n. 814, p. 274a.
(5) Op. cit., loe. cit., n. 815, p. 274a.
(6) Op. cit., loe. cit., n. 816, p. 274ab.
(7) Op. cit., loe. cit., n. 817, p. 274b. El subrayado es nuestro.
(8) Op. cit., loe. cit., n. 818, pp. 274b-275a.
(9) Op. cit., loe. cit., n. 819, p. 275a.
(10) Op. cií., loe. cit., n. 820, p. 275a.
(11) C. FABRO C. P. S., L'avventura della teologia progressista, parte pri-ma, § 3: "Secolarizzazione e teologia", p. 79, Problemi Attuali, Milano 1974. Este capitulo apareció originalmente con el titulo de Secolarizza-zione: filosofia e teologia: "Studi Cattolici" XIII (1969) pp. 675-682.
(12) LEONIS XIII P. M. Littera encyclica de hodierno cum Ecclesia bello: "Acta Sanctae Sedis" XXXIV (1901-1902) pp. 513-522. Citamos la tra-ducción española por la siguiente edición: Doctrina pontificia, vol. II: Documentos políticos, ed. J. L. Gutiérrez García y A. M. Artajo pp. 343-375, Biblioteca de Autores Cristianos N9 174, Madrid 1958.
(13) PII XI P. M. Littera encyclica de festo Domini Nostri Iesu Christi Re-gis constituendo: "Acta Apostolicae Sedis" XVII (1925) pp. 593-610; trad. cit., pp. 491-517. Es la célebre carta Ouas primas del 11 de diciem-bre de 1925.
(14) Summa theologiae, Ila-IIae q. 26 a. 2 Resp., ed. Leonina, Romae 1888-1906.
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