¡Qué Dios nos ayude a “pensar la patria”!
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No queremos que éste reine sobre nosotros
Hacia una teología de la historia contemporánea
I - CRISTO, REY DE LA HISTORIA
1. La historia como expectación del Rey
Descubrir el ser, acto exclusivo del hombre, significa, originariamente, comprobar la presencia del ser (esse) en el único ente (ens) que es capaz de descubrirlo. Por encima del hombre, Dios simplemente es el "esse subsistens"; por debajo del hombre, las bestias no saben (ni pueden saber) que el ser es. Pero en la medida en la cual el ente autoconsciente ha descubierto el ser, sabe que toma parte de él, que sólo participa de él y que tener el ser participado es ser-causado por El que es el ser subsistente. Por tanto, el ser participado es el ser que dura no con la duración infinita del ser eterno de Dios, sino con la duración sucesiva del ser finito; precisamente la duración sucesiva es el tiempo. Por eso, tener conciencia del ser y de ser (propio y exclusivo del hombre) no sólo pone de manifiesto su participación trascendental en el ser, sino su radical temporalidad e historicidad. Por encima del hombre, Dios no es histórico (aunque funde la historia y en cuanto Verbo Encarnado se haya hecho histórico) y por debajo del hombre, la naturaleza no es propiamente histórica aunque participe de la historicidad del hombre. Luego, vistas las cosas naturalmente, Dios (el Esse imparticipado) es el creador de la duración sucesiva (del tiempo) propia del ser finito y es la cabeza de todo cuanto existe.
Vistas las cosas sobrenaturalmente, la perspectiva se ensancha infinitamente pues surge la Majestad absoluta de Dios; esta majestad pertenece propiamente al Verbo: "Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación; pues por Él fueron creadas todas las cosas, las de los cielos y las que están sobre la tierra, las visibles y las invisibles, sean tronos, sean dominaciones, sean principados, sean potestades. Todas las cosas fueron creadas por medio de Él y para ÉI" (Col. 1,15-16). Por eso, Él existe antes de todas las cosas y todas éstas subsisten por Él (v. 17). Por el Verbo eterno "al principio creó Dios los cielos y la tierra" (Gen. 1,1). El tiempo histórico, por consiguiente, es tiempo crístico desde el principio y, como veremos después, a partir del pecado es expectación de Cristo. Si en el plano natural es Dios el soberano del ser finito (duración sucesiva), en el orden de la salvación, Yavé reina sobre Israel para que, en virtud de la Alianza, alcance su Reino y la salvación a todos los hombres. Cuando Gedeón rechazó la reyecía dijo a los hebreos: "Yavé será vuestro rey" (Ju. 8,23). Ningún reino temporal puede parangonarse a éste, aunque, por eso mismo, todo reino temporal le deberá estar sometido.
La historia del hombre no será, pues, otra cosa, antes de Cristo, que la expectación del Rey de la historia; es decir, del Soberano de todo lo que es, que ha hablado al hombre y en virtud de cuya Palabra la historia tiene sentido. Pero esto implica una condición esencial: Que el hombre, en la duración del tiempo histórico, explícita o implícitamente, Le reconozca no afincandose en la duración sucesiva como si este mundo fuera definitivo.
El pueblo elegido esperaba un Rey escatológico que fuera constituido Rey de las naciones: "Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado yo. Pídeme y haré de las gentes tu heredad, te daré en posesión los confines de la tierra" (Ps. 2,8). Por eso Pío XI, en base a los textos proféseos, afirma la Realeza de Cristo en el Antiguo Testamento (1). Es muy significativo, por otra parte, que el Señor, cada vez que pudo ser proclamado "rey de Israel", pero de un reino que las multitudes querían puramente terreno, Él lo eludió inmediatamente, salvo cuando entró en Jerusalén montado en un pollino (Mt. 21,5). Y eso era porque, en este último caso, adquiría el sentido de! misterioso Reino del Mesías-Salvador. Por eso ante Pilato (Jo. 18,37), sin peligro ya de que su Reino fuera interpretado como un "afincamiento" puramente secular, afirma su Realeza. Luego, la idea del Mesías (por la cual le juzgan los judíos) y la idea de Rey (por la cual debe juzgarlo el gobernador romano) constituyen una unidad en la idea del Mesías-Rey, señor de los señores y señor de las naciones, es decir, Rey de la historia que se encamina hacia la plenitud del Reino allende la historia misma. Pero, además, esto no significa (sino todo lo contrario) que Cristo abandone el dominio actual de esta historia.
2. La historia como reinado de Cristo
En efecto, el Reino, si bien no es de este mundo (Jo. 18,36) manifiéstase extrínsecamente mezclado con la cizaña (Mt. 13, 24), de modo que, en este tiempo de la historia, posee cierta presencia terrena. Habida cuenta de esta presencia real aunque misteriosa e invisible, en virtud de la Encarnación, el Verbo tiene poder "sobre todas las cosas temporales; puesto que Él ha recibido del Padre un derecho absoluto sobre todas las cosas creadas" (2). Y así podríamos hablar —con cierta latitud— de una manifestación extrínseca del Reino.
Más aún: como enseguida veremos, ningún acto histórico (sea positivo o negativo, sea historia de la Gracia o historia de la iniquidad) escapa a esta presencia del Reino; lo cual es lo mismo que decir que ningún acto histórico puede eludir la suprema Soberanía de Cristo, el Mesías-Rey. En cuanto es Cristo el mediador, el poder misterioso del Rey de la historia se realiza en este tiempo histórico que es el tiempo de la Iglesia peregrinante. Ningún poder terreno elude la soberanía del "Rey de los reyes y Señor de los señores" (Ap. 19,16), aunque le rechacen, pues el mismo rechazo debe ser ejercido como institución permanente de la "realeza" de Satán, es decir, del anti-Reino de Dios. Pero ni siquiera este "reino" puede escapar al poder del Rey de lo creado y cabeza de la historia. San Agustín comprendió, meditó y expresó genialmente esta realidad misteriosa que es la historia contemplada desde la perspectiva de Cristo Rey.
3. La historia como "tensión" entre el Reino de Cristo y el contra-Reino del mal
Por consiguiente, en este tiempo en el cual (duración sucesiva) pasado y futuro se convierten al presente donde verdaderamente existen (3), se lleva a cabo la vigencia de la única ley de la historia constituida por la "tensión" entre la historia de la Gracia y la his-toria de la iniquidad. Pero todo esto es siempre concreto y "es lo que acontece, dice San Agustín, con la vida total del hombre, de la que forman parte cada una de las acciones del mundo; y esto es lo que ocurre con la vida de la humanidad, de la que son partes las vidas de todos los hombres" (4). Reino de Dios y contra-Reino, historia peregrina y deslizamiento hacia la muerte y la aniquilación.
Como dice Pío XI, "este reino es opuesto únicamente al reino de Satanás y a la potestad de las tinieblas" (5). Por tanto, el primero es el amor a Dios hasta el olvido de sí (Ciudad de Dios), el segundo es el amor de sí (el mal amor de sí) hasta el desprecio de Dios (ciudad del mundo) (6).
Así, la historia es esa misma tensión indiscernible entre las dos ciudades. Una, sin embargo, la ciudad de Dios, no ha sido "fundada" en el tiempo de la historia aunque esté en la historia; en este sentido, Adán no es su fundador sino Dios mismo (es decir, su Reino en el corazón del hombre); pero (supuesto siempre el pecado original) la ciudad de Dios es peregrina a partir dé Abel porque era necesaria cierta sociedad en el tiempo de la historia para el desarrollo de la Ciudad (7); Abel no funda porque solamente funda aquel que se afinca en el mundo. Mientras la ciudad de Dios peregrina en el tiempo porque no es del mundo y se orienta hacia la plenitud del Reino allende el tiempo, la ciudad del mundo se afinca en la inmanencia que supone el sentido de la tierra (como decía Nietzsche). En cambio Caín es de veras fundador de la ciudad del mundo entre los hombres; en cuanto afincada en el mundo, implica la rebelión contra el Rey de la historia, asentando el poder en la inmanencia del mundo. Este poder, en cuanto es paradójicamente subversivo de su último fundamento, se desliza hacia su inevitable autodestrucción. Por eso, en el corazón del hombre luchan (en tensión indiscernible) la Gracia y la iniquidad., el Reino y el contra-reino, el Bien y el mal, en fin, las dos ciudades.
Esta tendencia hacia el no-ser tiene su fundamento en lo que San Agustín llamó la ciudad del diablo puesto que el Adversario peca desdé el principio (Jo. 1,3,8) (8) actuando en la historia como el anti-Creador y como la hipóstasis de mentira, mentira ontològica que llega hasta las raíces de la entidad puesto que, en el fondo, es negación del Ser mismo, de la Palabra por la cual todo ha sido creado; es por eso, Verbicida y mediador de muerte: el mundo abre su ámbito de autosuficiencia (negación de la trascendencia), el poder terreno se hace absoluto sin referencia al Rey y autor de toda potestad. Por eso la civitas diaboli funda la civitas mundi (aunque no se distinga una de otra) que, después del primer pecado del hombre, confiere a la historia; su carácter trágico. Aparece así el imperio o reino del demonio (que es reino de muerte y destrucción). Solamente por la Re-dención de Cristo pasamos "del poder de Satanás a Dios" (Ap.26,18) perdiendo el demonio el "derecho" que tenía sobre el hombre. Por eso Cristo, Rey de lo creado en cuanto es hombre, es el Centro de la historia y a ella le confiere sentido. Pero, ahora más que nunca, la historia (ésta de todos los días) es tensión entre el misterio de la Gracia y el misterio de la iniquidad, el uno vuelto hacia la Salud, el otro hacia la inmanencia; mientras dure el tiempo de la historia, comunes serán a ambas ciudades los bienes y los males; mientras los ciudadanos de la ciudad de Dios serán meros administradores de los bienes, los segundos se apropiarán de ellos; mientras el poder para los primeros se ordenará hacia la Salud, para los segundos servirá para absolutizar el espíritu del mundo hasta la autodestrucción.
La historia es, pues, la tensión misma entre ambas ciudades o, como lo tengo dicho en otra parte, la historia es la tensión de las dos sociedades hasta el último instante del tiempo (9). Tensión escatológica y misteriosa que no se "detendrá" en el Juicio, sino que concluirá cuando el supremo Rey de la historia separe el trigo de la cizaña. Mientras tanto, la historia se carga de sentido trágico y misterioso a medida que va creciendo el padecimiento de aquellos que sufren en su carne lo que aún falta a la Pasión de Cristo para la conclusión de esta historia. En el mundo de hoy, si lo observamos con la mirada de la fe, nos ha tocado asistir y participar de un momento extraordinario (quizá supremo) de esta tensión entre la luz y las tinieblas.
II - CRISTO REY Y LA SUBVERSIÓN DEL HOMBRE MODERNO
1. El inmanentismo como dominio del espíritu del mundo
En el tiempo de esta vida no podremos discernir las dos fuerzas en "tensión" en el corazón del hombre; en la coincidencia entre la libertad del hombre y la Providencia divina, donde se origina la historia,. no es posible en este tiempo discernir los principios de la ciudad de Dios y la ciudad del mundo. Pero sí podemos pensar que, en el plano natural, una filosofía y concepción del mundo de acuerdo con los principios de la ciudad de Dios, ha de ser no inmanentista sino trascendentista; comprenderá que el hombre no está destinado a "afincarse" en: el tiempo histórico como si fuera definitivo y que cada seto de su libertad, cada opción en el tiempo, "crea" la historia en cuyo presente se implica el Instante de la omnipotencia de Dios. Por consiguiente, en el plano de la mera filosofía de la historia, Dios es el Soberano del mismo movimiento histórico; pero en el orden de la Gracia (y de la fe sobrenatural) semejante movimiento de la historia de cada hombre, de cada sociedad, de cada pueblo y de todos los pueblos, no tiene sentido sino en el Verbo Encarnado. En sentido contrario, pretender explicar la historia en la inmanencia del tiempo y el "afincamiento" en el mundo, significa abrir el cauce a la expansión de la ciudad del mundo (misterio de iniquidad) que corroe la historia hasta su autodestrucción.
En efecto, así como no existe Gracia sin naturaleza, es suficiente que; se vulnere el orden natural para que deje de tener sentido el orden de la Gracia y, a la inversa, perdido el orden de la Gracia se corrompe la naturaleza en cuanto naturaleza. Esto es, precisamente, lo que acontece en el Occidente desde el momento en el cual —aun sin abjurar de la fe— se intenta una explicación de la historia en cuyo movimiento para nada interviene el orden sobrenatural. Si se afirma que sólo existen los singulares y que, por consiguiente, el conocimiento válido depende exclusivamente de los sentidos, es evidente que la inteligencia no tiene acceso al conocimiento de los seres que, por naturaleza, trascienden el orden de lo visible. Si, como quería Occam, la notitia abstractiva depende exclusivamente de la notitia intuitiva (sensible) no existe motivo alguno para que la inteligencia afirme (científicamente) la existencia de Dios, la libertad humana y los valores trascendentes que quedan relegados a cierto fideísmo no racional. Pero lo más grave consiste en que, en tal circunstancia, todo el orden del mundo visible, desde un punto de vista racional, aparece como no-dependiente (pues tampoco ya puede afirmarse una relatio realis en la causalidad) de Dios trascendente; en tal caso, la historia (sin acudir al orden de la fe) se muestra como autónoma, sólo explicable en y desde el mundo; el poder terreno deja de ser administrador para hacerse absoluto.
No es necesario llegar a la barbarie antitradicional del inmanentísimo alemán para cerciorarnos que asistimos a la expansión de los principios de la ciudad del mundo. Más aún: si todo ha de resolverse en el ámbito de lo sensible, el nominalismo es ya un empirismo radical; pero, si por otro lado, el conocimiento racional (cuyo comienzo reside en la notitia abstractiva) debe recluirse en el ámbito de la pura formalidad lógica de la razón misma, en el nominalismo asistimos a la posibilidad inmediata del idealismo inmanentista. Y, en ambos casos, a la primera formulación filosófica de la expansión de los principios de la ciudad del mundo. La historia carga las tintas de su sentido negativo. Y, como bien sabe el lector, aún es posible ir mucho más lejos llevados como por cierta lógica de hierro propia del inmanentísimo mundano cuyo nacimiento intento mostrar.
Pero el cristiano sabe que "la amistad del mundo es enemiga de Dios" (Sant. 4,4). Concebir el hombre y la historia como estrictamente mundanos, inmanentes al mundo, implica enemistad respecto del Rey de la historia y, por eso, el nacimiento del inmanentísimo autosuficiente significa rebelión y contradictoria subversión contra Dios. La razón deja de ser peregrina para ser nuevamente "fundadora", afincando al hombre en el ámbito del mundo. Este proceso tiene dos grandes vertientes. Por un lado, si es la razón (mundanizada) la regla de la verdad, será necesario que el ser sea deducido a partir de ella; pero, en tal caso, habrá que interrogarse no ya por la ineludible presencia del ser, sino por las estructuras de la misma razón. En tal caso, o la razón debe explicarlo todo hasta identificarse con el ser del cual no sería más que un modo (Espinosa) o reconocer que solamente puede poseer cognoscitivamente cuanto existe dentro del ámbito de la experiencia exterior; en cuyo caso, de las mismas estructuras a priori de la razón deberá surgir la explicación de todo lo que es. Sin sacar aún las conclusiones del idealismo absoluto, se afirma que la "luz" de la razón es el único criterio explicativo de la historia y nada trasciende a la mera naturaleza (iluminismo). Todo es, pues, inmanente al mundo (de la naturaleza y la razón). De ese modo, el hombre es realmente autosuficiente, afincado en el mundo para siempre y Dios no se entromete para nada en su "mundo" autónomo (burgués). Por eso, asistimos así a la formulación teórica del espíritu de! mundo, formulación que representa el despotismo de la época (siglos XVII -XVIII) y explica momentos esenciales de la historia moderna.
Pero la otra vertiente del proceso de mundanización o secularización es mucho más rigurosa. Porque si es menester aceptar que la explicación de todo lo que es debe surgir de las mismas estructuras de la razón, es preciso sostener la cosistitusión del objeto del conocimiento por la misma razón (idealismo); en cuyo caso, será más coherente, al cabo, identificar el objeto con la razón; es decir, el ser con, la razón (Hegel). Si es así, ser y razón son abstracciones (opuestos) que se resuelven en el devenir y, por lo tanto, la realidad consiste en contradicción dialéctica hasta la plena clarificación racional solamente lograble en el saber absoluto (filosofía). Luego, todo es inmanente a todo, todo es concepto o sustancia infinita; Dios muere en el devenir del mundo. Dicho en pocas, palabras: el mundo es un absoluto en sí mismo, lo que equivale a decir que el espíritu del mundo sa ha absolutizado. Y esto no es otra cosa que la máxima expansión de la ciudad del mundo después de la Pasión de Cristo. Trátase de la subversión total contra el Rey de la historia y el "crecimiento" máximo de la iniquidad en el mundo. Por eso, del hegelismo al marxismo pero, antes, del iluminismo al liberalismo burgués, asistimos a la convergencia de dos vertientes que tienden a hacerse una sola en la máxima expansión del espíritu del mundo.
Aún podríamos ir más lejos considerando, por así decir, la corrupción de la corrupción del espíritu de Occidente que se ve obligado a refugiarse en los límites del lenguaje, pues allende tales límites todo carece de significado; en esa perspectiva, el "mundo" es sólo la suma de los "hechos" (atómicos) de cuyo análisis solamente podemos deducir la variedad total del pensamiento aniquilado en el puro nominalismo de los "juegos lingüísticos". Una conciencia cristiana puede (y debe) proyectar este estado letal del pensamiento europeo actual hacia todos los momentos de la sociedad contemporánea y la conclusión se le revelará como la máxima expansión de la ciudad del mundo y la máxima reducción de la ciudad de Dios.
Donoso Cortés, hace más de un siglo, lo había intuido perfectamente cuando observando la disminución de la caridad y el aumento de la iniquidad en el mundo, anunciaba la futura instauración de una Dictadura gigantesca: "la catástrofe que ha de venir será la catástrofe por excelencia de la historia. Los individuos pueden salvarse todavía, porque pueden salvarse siempre; pero la sociedad está perdida" (10). Más aún: "Cuando se consideran atentamente estas abominables doctrinas es imposible no echar de ver en ellas el signo misterioso, pero visible, que los errores han de llevar en los tiempos apocalípticos. Si un pavor religioso no me impidiera poner los ojos en esos tiempos formidables,, no me sería difícil apoyar en poderosas razones de analogía la opinión de que el gran imperio anticristiano será un colosal imperio demagógico, regido por un plebeyo de satánica grandeza, que será el hombre del pecado" (11).
La suprema hipocresía de la ciudad del mundo está bien expresada en la afirmación de la "muerte de Dios", signo de la general apostasía que Pío XI consideraba como eí "desalojo" del Rey de la historia en el hombre; como el destronamiento de Cristo de la inteligencia, de la voluntad y del corazón del hombre (12).
2. La historia contemporánea como resultado de la división de la ciudad del mundo consigo misma
La expansión de los principios de la ciudad del mundo como progresivo destronamiento, en el mundo, del Rey de la historia, tiene consecuencias bien visibles: la ciencia, la técnica, el arte, la política, la economía, la filosofía, la teología (también la teología) secu-larizan su contenido; las relaciones entre 'los pueblos y naciones, dejan de ser propiamente relaciones para convertirse en contigüidades hostiles asumidas por la más atroz de las hipocresías. El mundo de hoy, casi totalmente "cubierto" por la expansión de la ciudad mundana y la consiguiente "reducción" de la ciudad de Dios, es un mundo hostil y desunido, homicida y corrupto. Así tiene que ser porque la ciudad no está asentada sobre el amor (que une) sino sobre el amor de sí y el odio, sobre el "afincamiento" que quiere ser definitivo. En ese sentido, la ciudad de mundo (que rechaza la soberanía de Cristo) está fatalmente dividida consigo misma y se encamina hacia su autodestrucción.
El genio de San Agustín así lo había visto: "La ciudad terrena, decía, que no ha de ser sempiterna, porque cuando estuviere condenada a los últimos tormentos no será ciudad, en la tierra tiene su bien propio, del que se alegra como pueden alegrar tales cosas; y porque no es tal ese bien que libre y excuse de angustias a sus amadores; por eso la ciudad de ordinario anda desunida y dividida entre sí" (13). Y esto explica por qué Pío XI ha sostenido, luego de la contemplación de los primeros decenios del presente siglo: "Los hombres y las naciones, alejadas de Dios por el odio recíproco y por las intestinas discordias, caminan hacia la ruina y la muerte" (14). Veamos el panorama que se presenta ante nuestra vista:
a). Rusia y los Estados Unidos. La polarización de la historia política de nuestro mundo entre dos grandes centros de poder secular representados por Rusia comunista y Estados Unidos liberal-capitalista, en modo alguno representa una tensión entre mal y bien (crasa y torpe confusión) sino una división interna de la ciudad del mundo. Mientras Estados Unidos representa un mundo asumido por el predominio de la acción sobre la contemplación donde la acción libera los poderes de la naturaleza, Rusia representa el predominio de la praxis transformadora de la realidad (en los supuestos marxistas). En ambos casos, uno más cruel que el otro, pero ambos seculares y mundanos, asistimos al enfrentamiento, "caliente" o "frío", o a la calculada y pragmática "convivencia pacífica", dé dos sectores de la siempre dividida ciudad del mundo.
Rusia y Estados Unidos representan bien la corrupción del poder afincado en la inmanencia del mundo. Ambos buscan la "paz" que da el "mundo" y disponen de los medios para que esta "paz" del terror, del temor, del interés y del puro poder secular, dure lo más posible. . . mientras que el otro no dé un paso que, al deteriorar semejante "paz", precipite al mundo en el desastre. No es, pues, Cristo Rey el Señor de esta ciudad (aunque lo sea a despecho de sus miembros en última instancia) sino Otro que, como dice Santo Tomás, no puede establecer un dominio interior sobre los hombres pero sí es cabeza de los malos a los que "exteriormente gobierna" (15).
b) Oriente y Occidente. A esta altura de la exposición se comprende que es evidentemente erróneo considerar como legítima la pugna Oriente-Occidente, especialmente en cuanto se refiere a China comunista. Porque, en efecto, el primer dato no consiste en considerar a China como un peligro de invasión contra Occidente; por el contrario, debe reconocerse que China ha sido invadida por el pensamiento corrupto de Occidente que es el marxismo. El último resultado del inmanentismo germánico (el marxismo) ha invadido el alma y el territorio de China. Cierto es que ha canalizado mal el antiguo nacionalismo chino, pero la actual China marxista que representa no tanto la decadencia cuanto la demencia del poder, se comporta como un otro sector de la misma y única ciudad del mundo furiosamente vuelto contra los sectores en los cuales se encuentra dividida consigo misma. El cristiano no pertenece a ese mundo desgarrado y feroz consigo mismo. Contemplará, peregrino que no se "afinca" definitivamente en el tiempo de esta historia, cómo se enfrentan entre sí estos pequeños "gigantes" que el Rey de la historia reducirá a polvo con el aliento de su boca.
c) La gran traición de la Europa cristiana. Pero no nos podemos equivocar. Dividida con y contra sí misma, la ciudad del mundo tiene un enemigo irreconciliable: la Ciudad de Dios contra la cual puede unirse y dirigir todo su poder. El arma principal no puede ser otro que la autosuficiencia de la vida, el naturalismo, el racionalismo inmanentista que ha vaciado de contenido mistérico el dato revelado. Al comienzo el gran culpable ha sido el Occidente bárbaro al cual no llegó a fecundar el espíritu clásico del Mediterráneo. Entiéndase bien: se puede ser bárbaro y genial a la vez, como Hegel y el mundo que él bien representa; en tal caso el monismo naturalista, irracional y turbulento, oscuro y anticlásico, suele ser encerrado en la estructura rigurosa de un "sistema" que, por eso mismo, se vuelve aún más destructivo y autodestructivo. Nada nuevo es esto, pues desde el siglo XV (pese a la heroica contención de los monarcas españoles) las nuevas invasiones bárbaras han ido corrompiendo el espíritu de Europa. La nueva barbarie inmanentista, hegeliana, marxista, historicista, también ha invadido el Extremo Oriente y absolutizado el sentido de la tierra (Nietzsche). Aunque no debería sorprendernos demasiado, sí debe ser para nosotros un signo claro y definitivo la traición de la Europa católica, heredera directísima del espíritu mediterráneo. Así lo intuía Donoso Cortés y, después de él, muchos otros como Dawson, Soloviev, Maurras. . .
Señalemos solamente algunos signos que están en los diarios y al alcance de todos. Cuando en el país de más antigua tradición clásica y católica, se acepta poner bajo compulsa electoral una verdad que debería ser indiscutible en el orden natural y sobrenatural (el divorcio en Italia), es porque, como decía Donoso Cortés, "la sociedad europea se muere" (16); o según tristemente declaraba en una carta: "Estamos tocando con nuestras propias manos la mayor catástrofe de la historia. En el momento actual, lo que veo yo con claridad es la barbarie de Europa y de su población dentro de poco tiempo" (17). Y en el país donde se había refugiado lo mejor del espíritu clásico (Francia) es la misma autoridad, es decir, la forma de la potestad social sin la cual no hay sociedad civil, la que autoriza el aborto por ley del Estado. Y podría seguir enumerando. Cuando todo esto acontece, no se trata ya dé pecados individuales sino nacionales que reclaman una penitencia social que siempre Dios la envía en forma de catástrofe. La traición de Europa consiste, pues, en haber primero admitido y luego asumido como cosa propia, la expansión invasora de los principios de la ciudad del mundo, de las tinieblas sobre la luz. Encerrada aún en su propia soberbia parece estar completamente ciega. Solamente la "pequeñai gre/", ahora casi invisible a fuerza de ser pequeña, cuida el rescoldo que un día pueda redimir a Europa católica de su traición al Rey de la historia.
d) El posible destino de América Latina. Es natural que ahora nos preguntemos por el papel que le corresponde a América Latina. Hasta qué punto es ella también víctima de la expansión de la ciudad del mundo y en qué posible sentido puede encarar su destino en el futuro inmediato. Si admitimos que ha sido la conciencia cristiana la conciencia descubridora de América y, por ella, el espíritu católico de la España barroca, es menester aceptar que América ha sido descubrimiento cristiano; en tal caso, el espíritu descubridor develó, es decir, puso la mediación en la originariedad mágica de las civilizaciones precolombinas. El espíritu cristiano escindió el todo indistinto y mágico, encantador y sugerente, de las preculturas americanas y posibilitó la emersión de una originalidad cultural. Por eso, como lo tengo dicho en diversos lugares (18), la posible originalidad americana (como emersión del supuesto originario develado por el espíritu) asume y transfigura el aporte indígena en los países con pueblos precolombinos; simplemente devela lo originario puro en un país como la Argentina. De ahí las diversidades y la europeidad (no europeísmo) de nuestro país. Por tanto, el posible destino de América Latina no puede ser la mera yuxtaposición de lo europeo (europeísimo bastardo, ni europeo ni americano) sino la apertura de lo nuevo por el antiguo y siempre presente espíritu greco-latino-cristiano.
Por consiguiente, la América hija del espíritu clásico mediterráneo será católica o no será nada para el espíritu y, por eso, para la historia profunda y verdadera; también por ese motivo no será su destino una yuxtaposición y prolongamiento del liberalismo burgués que tanto mal nos ha hecho; pero tampoco la yuxtaposición de la quintaesencia del "espíritu del mundo" que es el historicismo hegeliano-marxista que circula tras los diversos proyectos de "liberación"; ni tampoco estará su futuro en el retorno a la oscuridad de un telurismo indigenista, por otra parte ya imposible y contradictorio. En las dos instancias primeras, América seguiría el movimiento de la expansión del espíritu del mundo y se ataría fatalmente al desastroso desenlace de la corrupción del espíritu de la Europa geográfica. Precisamente la fidelidad al verdadero espíritu de Europa debe impulsar un sano rechazo del inmanentismo que ha corroído y envenenado de muerte el alma de Europa. Sería, ni más ni menos, que aceptar la traición de la Europa cristiana o ir a la cola del desastre.
Resumo pues: adscribirse al liberalismo capitalista o al capitalismo marxista (en sus diversas formas "liberadoras" incluidas sobretodo las "cristianas") equivaldría a sumarse a un sector de la ciudad del mundo que anda, dividida contra sí misma. Y, además, aceptar la segunda invasión de los bárbaros como definitiva. Le queda a América Latina la suprema prueba de ser fiel, a sí misma asumiendo su verdadera tradición católica y clásica, griega, latina e ibérica y, desde ella, abrirse paso a su propio futuro. Ya sabemos que también América Latina (pueblo de hombres) en su misma historia es "tensión" de las dos ciudades hasta el fin de los tiempos. Pero corresponde a los católicos latinoamericanos luchar para que no sea América Latina arrastrada por algunos dé los nefastos sectores en pugna dentro de la historia de la iniquidad y sea incorporada y vivificada por el espíritu de la ciudad de Dios. Nuestra misión debe consistir en impedir que los pueblos latinoamericanos se alcen contra el Rey de la historia ("no queremos que Éste reine sobre nosotros") sino que a Él reconozcan como al único Señor. Hoy parece locura hablar así. Esto, que naturalmente es imposible, sobrenaturalmente es muy posible. Confiemos en ello y esperemos que sea América (y sobre todo la Argentina después del inevitable desenlace de lai profundísima crisis por la cual atraviesa) la nueva tierra de la Iglesia eterna.
e) El "derrocamiento" del Rey de la historia y el futuro del mundo. A medida que el ámbito de la ciudad del mundo se ensanche, a medida que su "crecimiento" (la inversa del crecimiento del Reino) aumente más y más, se irá estrechando (en este mundo) el ámbito de la Ciudad de Dios. Y podemos decir más: La fe nos enseña que si el "crecimiento" de la iniquidad llegará a su grado máximo, habría llegado a su estado mínimo la historia de la Gracia recluida en la "pequeña grey". En tal caso, para la sociedad de los hombres asumida casi totalmente por el "espíritu del mundo", Cristo-Rey habrá sido "derrocado" y su Reino abolido. Resuelta la historia en el temporalismo dispersivo, el tiempo interior habrá sido succionado por la exterioridad vacía sin referencia a nada como no fuera a un puro y despiadado poder terreno. Por eso, como tan bien lo intuyera Donoso Cortés, estarán abiertas las vías para el más grande despotismo de toda la historia; o, como enseñara Pío XI, todas las naciones, alejadas de Dios, no podrán sino caminar hacia la muerte.
Tal es el futuro del mundo que ha "destronado" a su Rey y tal el destino de los hombres que no quieren que Él reine sobre ellos. Nada quizás más impresionante para un cristiano que las lágrimas silenciosas de la Virgen de Siracusa. Porque la Señora parece que ya no insiste en advertir, anunciar, amonestar. Ahora se limita a mostrar su rostro bañado, en lágrimas ante lo que no puede detener. Pío XI clamaba en 1925 por la restauración del Reino de Cristo (19). En 1975 parece que esa restauración no vendrá sino a través de la penitencia y el desastre. De un modo u otro, roguemos al Rey de la historia: ¡Ven, Señor Jesús!
ALBERTO CATURELLI
Profesor de la Universidad Nacional de Córdoba
Revista Mikael
Año 3 Nro 8
Segundo cuatrimestre 1975
(1) Ouas Primas, 1,6.
(2) Ouas Primas, 11,11
(3) Con]., 11, 28, 37.
(4) Conf., 11, 28, 38.
(5) Quas PrimasII, 11.
(6) De Gen. ad litt., 11, 21 y 11, 15, 20; De Civ.Dei, 1 praef.; 11,24; 15,19; 17,4,2.
(7) In Psal. 61,6.
(8) De Civ. Dei, 14, 3, 2.
(9) El hombre y la historia, Ed. Guadalupe, Bs. As., 1959, p. 159.
(10) "Polémica con la Prensa Española", en Obras Completas, ed. Juretsch-ke, BAC, Madrid, 1946, II, p. 222.
(11) "Carta al Cardenal Fornari", Op.cit., II. p. 623.
(12) Oucts Primas, Introduc., 1 y I, 4.
(13) De Civ.Dei, 15, 4.
(14) Ouas Primas, Introduc., 3.
(15) S. Th., III, 8, 7.
(16) "Polémica con la Prensa Española", Op.cit., II, p. 222.
(17) "Carta a Monseñor Gaume", Op.cit., II, p. 228.
(18) Cf. Presente y futuro de la filosofía en la Argentina, Instituto de Fi-losofía, Córdoba, 1972, y América bifronte, Ed. Troquel, Bs. As., 1961.
(19) Quas Primas, III, 27 y 29.
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