De pluma ajena: La cultura española y la Conquista de América (10/2025)

 





La cultura española y la Conquista de América


Juan P. Ramos (1878 -1958)



En tierras de lengua castellana, el día de la raza debe tener la significación de un símbolo de la gloria española.

América es España en cuerpo y espíritu inmortal, aunque no sea español todo el continente. Un 12 de octubre despierta en el alma, con su solo nombre, la aventura increíble de las tres carabelas que descubrieron un mundo bajo el pendón de la cruz de Castilla. Todo lo que vino, tras los pasos de España, a tierras de América, por grande que haya sido en aventura portuguesa, francesa, holandesa o inglesa, no hace más que enaltecer la significación de aquel día en que España redondea, por primera vez, el ámbito de la humanidad.

Es el comienzo de una nueva historia. Es el alba de una civilización universal. Es el cumplimiento de la orden que dio la palabra evangélica de Nuestro Señor Jesucristo a la fe de sus Apóstoles. España aparece aquel día como el anticipo de un designio sobrenatural. Era la única nación de Europa que no había traspuesto sus fronteras, en guerras con las demás, porque llevaba siete siglos librando su cruzada de la reconquista, desde Covadonga hasta Granada. No era siquiera una nación, sino, por el azar de un casamiento, una unión temporal entre un rey de Aragón y una reina de Castilla. Parece vivir ajena a la frenética conmoción del siglo XVI en que cada pueblo arde en contiendas dinásticas, hegemonías políticas, problemas de cultura, ambiciones comerciales. Entre tantos ruidosos protagonistas de la historia, España era apenas un nombre. Su destino natural debía circunscribirse dentro de sus fronteras. De repente, vencido el último rey moro, sus naves igualan y exceden la grandeza descubridora de Portugal, en una empresa que coloca a España en la cúspide imperial de la historia del mundo.

No era un azar del destino. Dios había puesto en el alma de Portugal y España, aislados por el Pirineo y el mar, un destino imperial semejante, que abarca, en el acto, la inmensidad de la tierra. El de España consistió en traer a América el esfuerzo poblador más vasto y de aspiración más alta que haya tenido hasta hoy el hombre.

Yo sé que estoy diciendo palabras que han de herir prejuicios de mucha gente. No importa. España, por haber sido tan grande, tan desmesurada en cuanto pensó, soñó y ambicionó, tuvo también, para ser grande hasta en eso, la suerte de merecer que el odio de sus enemigos la cubriera de un manto de ignominias. Para millones de gentes, España es el monstruo de la historia. Tiranizó los pueblos. Persiguió a la cultura. Suprimió toda libertad humana. Fue fanática, cruel, implacable, orgullosa, sanguinaria, anárquica, despótica. Permanentemente ardían en sus ciudades hogueras donde morían a montones las víctimas de la Inquisición. Sus ejércitos eran el azote de la humanidad. Sus conquistadores sacrificaban a la sed del oro los indios de América en trabajos atroces. Sus misioneros religiosos eran tan duros como sus soldados. La civilización moderna no debe a España un solo beneficio. En los cien años de su hegemonía universal llegó a ser el símbolo de la tiranía, el fanatismo, la intolerancia, la dominación brutal del hombre por el hombre. La desgracia del mundo fue que América llegara a ser descubierta y poblada por la raza española.

Esta es la leyenda negra de España. La escribieron los enemigos que la temían por su grandeza, la odiaban por su esplendor, la mancillaban por la pureza de su fe, la perseguían por tener la mejor literatura, los santos más universales, los héroes más invencibles, las empresas más prodigiosas, el idioma más señorial, el imperio más vasto que haya nacido bajo el sol que nunca se ponía en los dominios de su rey. Todos los cismáticos de Roma se ensañaron contra España, todos los ambiciosos de Europa, todos los piratas de la tierra y del mar también, porque España era, en el turbulento siglo XVI, un muro de contención de las fuerzas del mal, que se desataban en la agonía de la Edad Media, dando paso a la aurora roja del Renacimiento.

La conquista de América fue el resplandeciente destino encomendado por la voluntad de Dios a la raza española. España lo cumplió con fortaleza de heroísmo y con alma de santidad. El héroe de España fue el que todas las lenguas llaman «el Conquistador». La tierra de España los creó a montones. Todos tuvieron una increíble y magnífica grandeza que el mundo no había conocido, hasta entonces, fuera de España, y que jamás conoció después. Para no repetir elogios de españoles traduciré una frase de un reciente historiador norteamericano, Erna Ferguson, en el prefacio de un libro publicado en 1938 sobre The adventure of don Francisco Vázquez de Coronado. Dice así: «Nosotros nos imaginamos que el conquistador español iba en busca del oro, como lo hicieron los hombres de todos los tiempos. Sin embargo, él se inspiraba, también, en el deseo de extender los beneficios del cristianismo a los más remotos confines de la tierra. Este impulso misionero fue en gran parte lo que motivó, al fortificar su alto valor personal, su atributo de ser invencible. Por diferentes que sean los tiempos, los hombres valientes son idénticos en todo, pero, nunca hubo empresa más valiente que la expedición llevada por Coronado, desde Compostela, en la región tropical de Méjico, hasta las praderas de Kansas». Tiene razón el escritor norteamericano, pero sólo a medias. Hubo en la América española tantas empresas increíbles y magníficas como conquistadores que las emprendieran. Bastaría citar, nada más, desde el punto de vista argentino, la entrada de la gente de Diego de Rojas desde el Cuzco hasta las márgenes meridionales del Paraná en Santa Fe. El conquistador español era, como lo llamó Leopoldo Lugones, «el transeúnte del mundo». Para él no había distancias, cordilleras, calores de horno ni mesetas heladas. La América inconmensurable y hostil jamás pudo oponer nada inaccesible a su planta vencedora. Sembró de ciudades y rutas los millones de kilómetros que caben desde el centro de los Estados Unidos hasta el Sur de Chile.

La santidad de España se revela en su propósito civilizador, donde brilla, con evidencia irrefragable, el resplandeciente designio de la conquista. Para demostrarlo mejor, comenzaré con dos anécdotas que figuran en las historias norteamericanas. El Dr. James Blair pidió a Mr. Seymour, Procurador General de la Corona, la fundación de un «College» cuyos alumnos, que serían después ministros del Evangelio, salvaran las almas en esa región de Virginia, emporio de los plantadores de tabaco. El Procurador General le respondió con estas indignadas palabras: «que el diablo se lleve vuestras almas. Sembrad tabaco». Esto sucedía más o menos en 1690, cuando hacía más de ciento treinta años que existían las universidades españolas de Méjico y el Perú.

Veinte años antes de la airada contestación de Mr. Seymour, la gente de Maryland, que carecía de escuelas, cuando en Méjico hasta los indios sabían leer y escribir, pidió al gobernador Mr. William Berkeley que fundara una. Berkeley les contestó: «Gracias a Dios que no hay escuelas ni imprenta, y espero que no las tendremos ni en cien años, porque la instrucción ha traído al mundo la desobediencia, herejías y sectas, en tanto que la imprenta las ha divulgado en libelos contra el buen gobierno. Que Dios nos libre de una y otra cosa».

Si estas frases se hubieran proferido por boca de gobernantes españoles, la leyenda negra las habría estampado en enormes mayúsculas injuriosas sobre la barbarie que trajo España a la América que conquistó. Sin embargo, nada más evidente que el espíritu cristiano de civilización que inspiró el pensamiento de España en el gobierno de las Indias. Para no afirmarlo yo, os daré una opinión norteamericana. El historiador Lesley Bird Simpson, dando una conferencia en la universidad de California, respecto al ideal inspirador de España en la colonización de sus provincias de América, dijo que consistió «en hacer del Nuevo Mundo una verdadera Ciudad de Dios». Agrega luego en forma de explicación: «Nadie se atrevería a sostener que la conquista española, como todas las conquistas, no tuvo sus brutalidades, y que su experimento sociológico no fue generalmente mal pensado y hecho al azar; pero, sin rumbo, seguramente no lo fue». Es una frase acertada y cabal. Los hombres de España se equivocaron frecuentemente en la obra humana y falible de abarcar, a través del océano, a un mismo tiempo, la fundación de ciudades, los cultivos agrícolas, la riqueza minera, el establecimiento de industrias, el transporte de animales y plantas, la instalación de puertos y astilleros, la cristianización del indio, la organización de la justicia, los controles administrativos, las misiones religiosas, las entradas de descubrimiento, la creación de escuelas, colegios y universidades. La prueba es que ya existen, al comenzar el 1600, las ciudades costeras y mediterráneas que son hoy orgullo de nuestra grandeza, y que tres de ellas tenían iglesias, universidades, palacios y hospitales. Mas todo esto era tan inconmensurablemente vasto en los ámbitos de lo material y lo espiritual, que no hubo error que no se haya cometido, y que no se justifique, también, con los miles de empresas y fundaciones en las que no hubo error alguno.

Abrid un mapa de América, a mediados del siglo XVIII. Hallaréis en el Norte una estrecha faja de costas donde aparecen, junto al mar, trece colonias inglesas. Cabrían juntas, sobrando espacio, en América central. Al Norte, Oeste y Sud de ellas hallaréis un inmenso territorio francés que une el Canadá actual, con gran parte de los Estados Unidos, hasta el golfo de Méjico. Francia lo perdió más tarde porque sus gobiernos no tuvieron la comprensión inglesa o española del valor de aquel imperio ultramarino. Por eso nunca llegó a tener importancia cultural la experiencia pobladora de Cartier, Champlain, Cavelier de la Salle, el Padre Marquete. El resto del continente es español o portugués. Sólo España explora y puebla lo suyo con rapidez asombrosa. Parece exceder los posibles humanos cuando uno considera el tiempo, la distancia, los medios empleados y las dificultades resueltas. Se juntaron, para lograrlo, heroísmo en la conquista y santidad en la colonización.

En las provincias americanas de España hubo esclavos negros, y en las colonias inglesas, también. En las españolas jamás se vendieron esclavos blancos, como en las inglesas, donde muchas veces llegaron barcos como uno de 1652, trayendo una fragua, utensilios domésticos y prisioneros escoceses, que fueron vendidos a los colonos «como los caballos en las ferias», según dice textualmente la Crónica de Suffolk. Era un hecho muy repetido. Cualquiera puede comprobarlo en historias inglesas y norteamericanas. Se enviaron de Inglaterra a América, como esclavos, no sólo los prisioneros escoceses, sino también los realistas de Carlos 1° vencidos en la batalla de Worcester, como igualmente multitud de católicos irlandeses, que fueron vendidos en las colonias del Norte y las islas del mar Caribe, en beneficio de personajes influyentes.

España, en cambio, ni siquiera esclavizó al indio. Quien lo dude lea, por ejemplo, los Studies in the administration of the in New Spain del ya citado Lesley Bird Simpson o la obra del historiador mejicano Silvio Zabala, Fuentes para la historia del trabajo en Nueva España, donde podrá aprender que España, con todos sus errores, hizo cuanto pudo para mejorar la situación del indígena. Lesley Bird Simpson, en su conferencia de California, dice sobre el repartimiento del trabajo, que fue «invención, notable en su ingeniosidad, por la cual los indios, sin sacrificar su natural libertad, podían ser forzados a aceptar las obligaciones del ciudadano, en este caso el trabajo». Nadie que conozca, aunque sea superficialmente, la historia de América entera, podrá reprochar a España un ápice más de lo que hicieron la administración inglesa, francesa, portuguesa u holandesa en sus propias colonias americanas. Y para demostrarlo mejor al más ciego o torpe enemigo de España, basta la obra de legislación, orgullo del ser humano, que se llama las Leyes de Indias.

Cuando, a mediados del siglo XVI, muchas grandes ciudades de Europa carecen de universidad, España funda una en Méjico, en 1551, que comienza a funcionar en 1553 con tres facultades, creándose poco después la de medicina, con cátedras de anatomía y patología. El mismo 1551 se funda otra en la ciudad de Lima, que comienza a funcionar en 1555, y lleva todavía hoy el nombre de San Marcos. Ambas tienen los mismos privilegios y sistemas del famoso modelo de Salamanca, que era una de las mejores de Europa. Antes ya había existido otra, desde 1538, en Santo Domingo, donde tuvo una vida efímera por razones de medio. Se establecieron otras después en Cuzco y Huamanga en el Perú, Córdoba de la Argentina en 1613, Bogotá en 1623, y Santiago de Chile, sin contar la de Charcas, donde cursaban sus estudios superiores los argentinos de entonces. En 1575 se estableció en la universidad de Lima una cátedra de lengua quichua para que los predicadores pudieran enseñar a los indios de América meridional, en sus misiones doctrinales, los dogmas de la fe, propagando por todas partes, al mismo tiempo, el conocimiento de la antigua lengua de los incas. Además, toda ciudad recién fundada abre pronto su escuela, donde educan dominicos, franciscanos, agustinos, jesuitas o maestros particulares. Buenos Aires, que Juan de Garay vuelve a fundar en 1580, tiene ya la suya en 1605, cuando todavía no existen colonias inglesas, que tardarán, una vez pobladas, muchos años más que la naciente Buenos Aires española, en tener su escuelita de primeras letras. A pesar de ello se afirma que España mantuvo a sus dominios americanos en completa ignorancia,  enseñando nada más que a rezar y a obedecer.

Méjico, como ya dije, funda una facultad de medicina en 1560, en tanto que Nueva York da sus primeros títulos de médico en 1769, casi 210 años después. En Lima y Méjico se enseña anatomía y patología a mediados del siglo XVI, en la medida de lo posible, y esto sólo se hace a fines del siglo XVIII en los centros docentes norteamericanos, los cuales, además, no obstante, sus dos siglos de atraso en la fundación, no estaban en condiciones mucho más favorables. Oíd estas palabras del historiador norteamericano Mac Master: «Se marcaba con piedra blanca el día en que el joven estudiante disfrutaba de la rara fortuna de disecar un brazo semipútrido o de examinar los pulmones o el corazón de un cuerpo humano. Tan grande era la dificultad de procurarse piezas anatómicas, que aun en la escuela de medicina abierta en el Colegio de Harvard, un solo cadáver servía para todo el curso. No se le obtenía sino robando sepulturas o solicitando del gobernador los cuerpos de los criminales. Lo más común era la profanación de tumbas de negros y forasteros».

Los hijos de los españoles, pues, cuando querían cursar estudios liberales o adquirir otros conocimientos, se educaban, desde antes de 1550, en los institutos eclesiásticos superiores que sirvieron de base, una vez creadas, a las universidades de Méjico y Lima. Siguen funcionando hasta el siglo XIX en las principales ciudades de los virreinatos e intendencias. Algunos de ellos llegan a tal altura científica que, nada menos que el Barón de Humboldt, ha podido escribir estas palabras, que cito por la autoridad universal del gran sabio que honró a su tiempo con su ciencia y su vasta cultura: «Los principios de la nueva química, que en las colonias españolas llevan el nombre, hasta cierto punto equívoco, de Nueva Filosofía, están más generalizados en Méjico que en muchos lugares de la península. Un viajero europeo se sorprendería sin duda al encontrar en el interior del país, en los confines de la California, jóvenes mejicanos que razonan sobre la descomposición del agua durante el proceso de la amalgamación al aire libre. La Escuela de Minas posee un laboratorio de química, una colección geológica arreglada según el sistema de Werner, un gabinete de física en el que no sólo hay instrumentos magníficos de Ramsdem, de Adams, de Lenoir y de Louis Berthoud, sino modelos ejecutados en esta misma capital con la mayor precisión y con las maderas más preciosas del país». Esto es lo que dice Humboldt de Méjico, región vecina a las colonias inglesas del Norte. ¿Cómo eran los institutos superiores de educación en éstas, en esos mismos tiempos? Oigamos lo que dice de ellos una famosa obra norteamericana de hace 50 años, editada por L. P. Brockett: «Los institutos superiores de las colonias, lo mismo que las escuelas que les servían de eslabón preparatorio, eran substancialmente instituciones eclesiásticas, siendo sus alumnos el elemento con el cual se reforzaba la clase de los clérigos».

Se afirma, también, que las puertas de América estuvieron cerradas a la literatura extranjera por el fanatismo español, que mantenía a sus colonias en la ignorancia de lo que acontecía en la vida del mundo y en el mundo de las ideas. Es un grosero disparate. Olvida, nada menos, de dónde sacaron lo que sabían los americanos que emanciparon América de España. En centenares de bibliotecas, desde Méjico hasta el Plata, ya fueran de sacerdotes o vecinos acaudalados, había abundancia de libros clásicos, teológicos, de filosofía moderna y política revolucionaria francesa. Todos hemos leído, en pobres manuales de polémica palabrera, que se prohibía la lectura en España y la introducción en América del Contrato social de Rousseau. Lo atribuyen, naturalmente, al obscurantismo español.

Pero olvidan, o no saben, que en 1762, cuando se publicó, los tribunales de París lo mandan quemar por mano del verdugo, y que Ginebra, la ciudad calvinista y anticatólica, patria de Rousseau, lo manda quemar, también, junto con el Emilio, su gran obra educativa. En toda Europa sucedía lo mismo en aquellos tiempos. No sólo se quemaban los libros en París sino los autores mismos, a veces, por publicar obras licenciosas. Ningún libro católico hallaba buena acogida en las regiones protestantes de Alemania, ni en Inglaterra y sus colonias ultramarinas.

Lo mismo se hacía con los libros protestantes en las naciones católicas. España no podía ser, pues, una excepción a la regla común. Por eso prohibía la introducción de ciertos libros en América, pero los libros llegaban a todas partes por la vía del contrabando o de la tolerancia de los funcionarios. A comienzos del siglo XIX, tal vez había en las bibliotecas de nuestros abuelos más libros científicos o de política revolucionaria francesa, que los que guardaban en las suyas los hombres ilustrados de Francia.

En ninguna faltó El espíritu de las leyes, Las cartas persas, El contrato social, medio Voltaire o Rousseau, ni tampoco la violenta Historia filosófica y política de los establecimientos y del comercio de los europeos en las Indias, del abate Raynal, que era una diatriba de odio contra España y todo lo español, leída, comentada y admirada por criollos y españoles que la tenían como libro de cabecera. El día en que un José Torre Revello, con su completa erudición, escribía sobre la cultura de Hispano América, en tiempos de la colonia, un libro como el reciente suyo El libro, la imprenta y el periodismo en América durante la dominación española, que es un extraordinario acopio de documentación, los que creen a ciegas en el prejuicio antiespañol comprobarán, con asombro, que no pudo salir de una cárcel de fanatismo y oscuridad tanto nombre famoso en aquellos tiempos por su saber, sus obras y su cultura, sin que su inteligencia hubiera podido nutrirse, de un modo esencial y metódico, en los libros y en los institutos que abundaron en el continente entero mientras España gobernó a sus provincias de América. España nunca les negó nada que no hubiera comenzado a negarse a sí misma antes.

Muy pocos libros de historia americana dejan de esgrimir contra España, como principio inconcuso, que estableció el monopolio del comercio en beneficio de los españoles de España y en perjuicio de los territorios de América. El hecho es cierto, pero España, como metrópoli europea de un imperio colonial lejano, no es la única culpable en aquellos siglos. Lo mismo establecieron en sus colonias americanas los famosos gobernantes franceses que se llamaron Enrique IV, Richelieu y Colbert, a quienes nadie niega grandeza o claridad en los propósitos, con el agravante de que conceden el beneficio del monopolio en provecho de un particular como de Monts o Cavelier de la Salle. También los holandeses imponen la ley del monopolio absoluto contra ingleses, franceses y españoles. Leed lo que dijeron los americanos del Norte cuando se alzaron contra la dominación de Londres, a raíz de la ley del timbre. Buscad las leyes de navegación y comercio, que están en cualquier manual de historia. De acuerdo con ellas, todos los artículos, procedentes de cualquier país, sólo podían ser llevados a Inglaterra, y de ésta a sus colonias, por compañías de mercaderes ingleses. Para que un artículo europeo fuera recibido en Boston tenía que llegar en barco de propiedad inglesa. Ninguna colonia podía exportar nada sino bajo bandera inglesa y por la vía de Inglaterra. Añil, maderas, pieles, tabaco, arroz, azúcar, algodón, debía ser remitido a Inglaterra para ser vendido. Dentro de las colonias regían restricciones peores. Por ley de 1699 se prohíbe cargar lana de una colonia a otra o al exterior, en buque, carro o lomo de animal. Los industriales de Connecticut, que manufacturaban géneros, no podían mandarlos a Albany y Massachussets, para que en estas colonias los indios tuvieran que comprar, a mayor precio, los paños ingleses. En las provincias españolas de América nunca existió este monopolio interno. En cambio, el de la navegación y comercio por mar era, lo mismo que el inglés, francés, holandés y portugués en sus propias colonias, nada más que la consecuencia de un estado económico y social que abarcaba a todas las naciones europeas en su industria y su comercio. Lo que era un mal de todos, si es que era un mal, pues el monopolio de la navegación y del transporte fue una defensa contra el pirata, el corsario, el enemigo y el contrabandista, no puede ser imputado únicamente a España, como si fuera el chivo emisario de los pecados del mundo.

Veinte veces habréis leído que la lacra de la colonización española fue la introducción de los esclavos negros. Los mismos que lo afirman ignoran, o quieren decirlo, que desde 1713, por un asiento con España, Inglaterra proveyó a las colonias francesas, portuguesas y españolas los negros que necesitaban, cuyo número, según Bancroft, alcanzó a más de tres millones, sin contar los centenares de miles que murieron en las sentinas de los barcos, abarrotados de doliente mercadería humana. La reina Ana llegó a alabarse, en el Parlamento de Londres, de haber descubierto en África, con sus naves, nuevos mercados de este tráfico que llegó a ser como entonces se dijo, «la columna, la base principal y el mejor auxilio del comercio de Inglaterra». El «comercio del ébano», como se lo llamaba con delicado eufemismo, duró hasta el siglo XIX. Hay historiadores que duplican, y hasta triplican los tres millones del cálculos de Bancroft.

Tal vez alguien encuentre en estos datos, que aquí traigo, la expresión de argumentos contra la colonización inglesa en tierras americanas. No sería difícil. Vivimos en tiempos intolerantes que todo lo dicen en bloque macizo de palabras. Yo no concibo que el ser humano pueda obrar así. Todo hombre, como todo pueblo, tiene cosas buenas y cosas malas. Sólo los santos son perfectos, pero por la gracia de Dios. Y no hay pueblos de santos, ni pueblos de réprobos, tampoco. Yo hablo aquí en justificación de España, no en contra de nadie. Por ser la tierra de mis abuelos, cuya historia, desde el esplendor romano, es mía también, amo a España, cuya cultura de gran nación, imitada en modas, costumbres, lenguaje, pensamiento y literatura por toda Europa, hasta 1650 por lo menos, resplandece en la conquista de América como la mayor empresa civilizadora de todos los tiempos. Buscad otra más grande que España, y no la hallaréis. Lo que en España es malo, es común a las naciones que conviven con ella. Lo que España tiene de grande, rico y prodigiosamente fecundo en su alma, es exclusivamente suyo, pues jamás lo tuvo nadie sino ella. Es el atributo español de obrar siempre en desmesura, por la vía del heroísmo y por la vía de la santidad, que siempre fueron, en la historia del hombre, la cúspide de toda grandeza. Amontonad en la conquista americana los mil errores que cometieron, en trescientos años, los individuos que aquí mandó. Todos ellos juntos no compensan los bienes que España trajo a nuestro continente. Aunque los olvidemos o los neguemos, vivirán en nosotros hasta el fin de los siglos. Es una tradición de grandeza que vale más, en su falta de valor utilitario, que muchas cosas materiales tras las cuales fueron muchos pueblos en el último siglo.

Llegado al fin de mi conferencia, quiero resumirla en opiniones de escritores modernos de habla inglesa. De este modo nadie dirá que exageré en lo que dije sobre la proyección de la cultura española en la conquista de América.

Oíd, en primer lugar, a Mr. Lummis en Spanish Pioneers: «España, cuando pobló las Américas, las pobló y civilizó en poco más de cien años de incesante exploración y conquista. Tenía en el Nuevo Mundo centenares de ciudades que distaban unas de otras miles de millas, a las que dotó de todas las ventajas de la civilización del tiempo, y además otras dos. San Agustín y San Gabriel de los Españoles, en lo que hoy son los Estados Unidos, donde sus hijos penetraron en veinte de sus estados actuales. Francia había hecho unas pocas expediciones superficiales que no produjeron ningún fruto substancial, en tanto que Portugal sólo había fundado unas pocas ciudades de escasa importancia en Sud América. Inglaterra se había pasado ese siglo en señorial inactividad, y en él no hubo ni una cabaña inglesa ni un inglés entre el Cabo de Hornos y el Polo Norte».

Escuchad ahora lo que dice el Profesor inglés E. Allison Peers en su hermoso libro reciente Our debt to Spain: «Educación universitaria, interés en los descubrimientos científicos, producción de libros, actividad histórica, desarrollo del teatro, continuaron sin interrumpirse desde el comienzo del renacimiento español hasta casi el fin de su siglo de oro. Y era natural que estos intereses intelectuales fueran transportados al Nuevo Mundo, aunque, quizá, la firmeza y la forma cabal en que se hizo asombre, todavía hoy, a los que están en mejores condiciones para comprenderlo. Las primeras escuelas, para los niños de los colonos españoles, se establecieron en 1524 por un franciscano flamenco, Pedro de Gante, al servicio de España. Recordando que en las primeras expediciones no vinieron mujeres ni niños, esto representa la obra de treinta años escasos. Gante mantuvo su escuela casi medio siglo, y enseñaba no sólo a leer, escribir y a conocer el catecismo, sino también música, dibujo, pintura, escultura y varios oficios». Allison Peers no podía dejar de recordar, naturalmente, que la primera imprenta se estableció en Méjico un siglo antes que la primera imprenta inglesa de América, y que todavía hoy existen libros españoles impresos en América en 1539.

Finalmente, traduciré un corto párrafo de una obra de Mr. E. G. Bourne, Spain in America. Después de poner de resalto que las primeras universidades españolas son casi cien años más antiguas que las de origen inglés, agrega estas palabras, que complementan gráficamente lo que traté de demostrar en mi discurso: «no es aventurado decir que, en número, extensión de los estudios y altura de los conocimientos en sus profesores, las universidades españolas sobrepasaron todo lo que existió en la América inglesa hasta el siglo XIX».

Con esta frase, que no fue escrita por autor de sangre española, puedo terminar mi homenaje a España, en este día, sin temor que se me tache de exagerado y parcial. Si lo soy, estoy en la buena compañía de los mayores historiadores ingleses y norteamericanos de estos tiempos.

Buscad mañana, en cambio, lo que dicen, famosos libros argentinos, sobre la ignorancia y fanatismo con que España agobió la cultura exigua de sus colonias miserables, y pensad, después, que en la última frase traducida, nos dice un historiador de habla inglesa, que sólo en pleno siglo XIX las universidades de las colonias inglesas del Norte alcanzaron a ser lo que eran, doscientos años atrás, las universidades de las atrasadas, sacrificadas y maltratadas colonias españolas.

¿No basta esto sólo para agradecer a España, en este Nuevo Mundo, la sangre que nos dio, la tradición con que nos enriqueció el alma, la cultura magnífica, una de las más altas y recias de Europa, con que educó a los hijos de sus conquistadores y colonos hasta el día en que una guerra civil emancipó a hombres hechos y derechos que no olvidaron, como nosotros, que España, madre amantísima, les había dado lo mejor de su cuerpo material y de su espíritu inmortal? Así lo comprenden y agradecen los miembros del Consorcio de médicos católicos de Buenos Aires, que me hicieron el honor de pedirme esta conferencia.

Dios quiera que yo haya podido cumplir su propósito. No vine a traeros, señores, un himno en prosa lírica sobre la grandeza resplandeciente de España, sino argumentos ceñidos a la necesidad de acabar con la leyenda que mancilló la historia y la gloria de España. España es nuestra por ser la madre, y porque seremos de cepa española por los siglos de los siglos. Los pueblos nacen con un destino en los designios de Dios. El nuestro, aunque cien razas hayan venido a fundirse en la sangre que España trajo a América para el bien del mundo, nunca podrá ser otro que el de enaltecer, siendo siempre enérgicamente americanos, la grande, noble, heroica, pura y santa herencia que recibimos de los abuelos españoles, por la gracia de Dios. Es herencia de lengua y de sangre, encomendada a la posteridad católica el día que fondearon en una isla del mar Caribe las tres carabelas españolas de Cristóbal Colón. Por la memoria de aquel 12 de octubre, iniciemos, como retoños de España, el advenimiento definitivo, auténticamente nuestro, de un nuevo concepto de la civilización humana, que no se asiente sobre valores económicos de utilidad y materiales de felicidad industrial, sino sobre el austero concepto español de que la vida es milicia cuando el hombre cumple, para el bien común, la voluntad de Dios sobre la tierra, en un permanente propósito de heroísmo y santidad. 

Si nuestra vida no es así en los tiempos duros que ya están llegando, en vano será que América adore al Becerro de Oro, adueñado del mundo. No olvidemos que América nació a la vida, que es milicia, bajo la protección de los brazos de una Cruz castellana en tres naves españolas. Seamos, como España, espada que defiende a la Cruz, y Cruz que ampara a la espada solamente cuando una mano limpia y libre la pone al servicio de un ideal de justicia ecuménica dentro de un Nuevo Orden, con fundamento moral, cuyas bases eternas promulgó Su Santidad Pío XII, en sus cinco puntos de diciembre de 1941, para que la verdad, el derecho y el bien existan alguna vez en el mundo, espiritualizados en el amor de Dios y no en los intereses transeúntes del hombre.












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