Propiedad Privada (12/2020)

Escuchar a Juan Grabois, indigna primero, y luego, causa mucha tristeza. Es la degradación del pensamiento personificada. Es la certeza de un pésimo porvenir.

Aplica la máxima del “Chesterton argentino”:

“…  es peor que ignorancia, es peor que mentira, es confusión.



Utiliza un palabrerío facilista, vacuo y retórico, repetitivo, contradictorio y por sobre todas las cosas, decadente y fracasado; palabrerío que resuena como un estruendo en su hueca cavidad craneana y fluye a borbotones en su discurso de odio con tergiversaciones que esconden subrepticias intenciones, y eso, en mi opinión, es veneno puro.

Palabrerío que sólo sirve para arriar a desprevenidos púberes intelectuales a sus muertes. Primero a una muerte espiritual, el odio inoculado actuará, cual carcoma, nublando el intelecto y royendo el corazón; y luego, a una cruenta muerte física, el reiterado fracaso de las “luchas utópicas” conducirá a una “consecuente lucha armada” para terminar en un último fracaso sin retorno, que él, cual cruel hematófago, capitalizará en beneficio propio elucubrando un nuevo “relato”.

Ya los conocemos, los Juancitos de otrora, se armaron en contra de la democracia, huyeron ante la represión de la dictadura y luego construyeron un “relato épico” de una lucha “de resistencia” que casi no existió, y desde entonces, mienten y mienten, y arrían a los chicos a cortar calles y tirar piedras para luchar por “sus derechos” (algunos reales, que nunca nadie les quitó, y otros inventados, que nunca nadie les reconocerá) hasta que alguno se muere ahogado abandonado por la propia tropa y entonces pueden mentir otro relato épico de mártires y héroes. No necesito explicarlo demasiado.

Y si a ese palabrerío de confusión pretendidamente filosófico (sofisma le dicen los que saben, estiércol me gusta decirle a mi), le sumamos el degradante “uso de los pobres” y una retorcida “interpretación de la pobreza” convertida en un mendicante “derecho” a que el Estado “les resuelva la vida”, ya estamos frente a autentico monstruo.

Monstruo ominoso, tan pérfido como el esperpento de Eduardo Valdez, que se arroga representar “el sentir y el pensar” de Francisco.

Por “el sentir”, diré que Francisco está obligado a intentar salvar su alma y se lo tiene que bancar, pero nosotros no. Y por “el pensar”, sólo me detendré en unas pocas consideraciones, al fin de cuentas si tuviera que corregir todos sus errores, habría “que hacerlo de nuevo” a este peligroso engreído, y tampoco nos compete.

Dejando de lado el Magisterio Extraordinario, donde los Papas se expresan con “Infalibilidad” bajo la fórmula “ex cathedra” en cuestiones de Fe y Moral, para todas las otras cuestiones existe el Magisterio Ordinario, habitualmente de carácter “pastoral” y que, pese a ser falible, por constituir un todo continuo y armónico con sus antecesores, se constituye en Doctrina “casi” infalible.

Los Papas deben expresarse con sus antecesores en una “continuidad de pensamiento” y nosotros no debemos interpretar párrafos aisladamente fuera de esa continuidad Doctrinal. Mucho menos para tergiversarlo y así esconder o justificar alguna de nuestras miserias.

Por respeto a muchísimos exégetas que dedicaron sus vidas al estudio para una correcta interpretación de las Escrituras y de la Doctrina, como podemos permitir que un adolescente de discurso tendencioso venga a darnos clases. Yo lo lamento, Juancito, pero para todo en la vida hay que estudiar. Para entender sobre los Derechos Humanos en general y la Propiedad Privada en particular hay que estudiar, y para plantar perejil también.

Al pie de este post, encontrarán en 

  • ANEXO 1” el discurso completo de Grabois 
  • “ANEXO 2 algunos párrafos de la Doctrina sobre la Propiedad Privada.

Habiendo repasado el Magisterio Ordinario, con “el sentir y el pensar” de los papas de los últimos 130 años al menos, revisemos ahora el “manoseado” párrafo de Francisco:

“el derecho a la propiedad privada solo puede ser considerado como un derecho natural secundario y derivado del principio del destino universal de los bienes creados, y esto tiene consecuencias muy concretas que deben reflejarse en el funcionamiento de la sociedad. Pero sucede con frecuencia que los derechos secundarios se sobreponen a los prioritarios y originarios, dejándolos sin relevancia práctica”.

Y entonces, ¿alguien puede explicar que entendió este mamarracho para sembrar perejil en un campo usurpado? Y peor aún, ¿alguien puede explicar que entendió el mamarracho del Tío Marioneta Alberto para sostener que detrás del planteo de Juancito “hay algo serio, hay algo razonable, hay algo para discutir”?

Los ciudadanos que deseamos un verdadero progreso 

  • No necesitamos discutir lo indiscutible: el derecho a la propiedad privada es un derecho natural inviolable, y en argentina, un derecho constitucional que no deja lugar para míseras interpretaciones oportunistas
  • Sí necesitamos discutir lo discutible y vital: el derecho a la vida y a los bienes que la sustenten dignamente; la justa distribución del ingreso, el trabajo y la seguridad social; la cogestión y la participación en las utilidades; el desarrollo sustentable y el cuidado del medio ambiente, Etc. Etc.

¿Notaron la cantidad de personas que se preocupan y “luchan” por los pobres y los trabajadores? ¡Cuánta buena gente vociferando, copando calles y/o rompiendo todo en defensa de los oprimidos! Yo creo que con la mitad de ellos “discutiendo lo discutible” y con la otra mitad haciendo algo al respecto, terminaríamos con la pobreza.

 Con el Covid-19 hemos adquirido buenas costumbres sanitarias de desinfección, por favor no permitamos que este virus se propague, cada vez que escuchemos huecas y grandilocuentes estupideces como


“… la reforma agraria, la integración urbana, la economía popular, … son utopías posibles y necesarias para el desarrollo humano integral”

procedamos con una sanitizante “kick in the ass” y, preservando neuronas y corazón sanos, seamos aptos para la verdadera caridad.

 Pésimo provenir

Hasta aquí los hechos públicos protagonizado por Grabois y los militantes del Proyecto Artigas en el campo "Casa Nueva", en La Paz, Entre Ríos, propiedad de una sociedad anónima vinculada a la familia Etchevehere.

Pero, sabiendo que Juancito, como “inteligente abogado” es un “encantador de serpientes”, y que Alberto, como miembro del Foro de San Pablo es otro progre-snob-descerebrado de fácil manipulación, lamento decirles, que lo peor está por venir.

Y ya está todo planeado.

Prometen Cooperativas Agrarias Ecológicas radicando personas desempleadas en el interior del país.

Al decir de Alberto, son “Ideas como sacar a la gente de centros urbanos en donde viven hacinadas y ver cómo se pueden desarrollar cultivando la tierra, haciendo una producción ecológica de verduras, de alimentos, … “, incluido el perejil, claro.

Y al decir del Proyecto Artigas, ya que el mismo toma el nombre del caudillo que en 1815 decretó el “Reglamento Provisorio de la Provincia Oriental para el Fomento de la Campaña y Seguridad de sus Hacendados” confiscando propiedades de los “malos europeos y peores americanos” adversarios de la Revolución de Mayo, para que las trabajen “los negros libres, los zambos de toda clase, los indios y criollos pobres”.

Dado que ya no tenemos ni malos europeos ni peores americanos ni adversarios de la revolución de mayo, cabe preguntarse a quienes aplicarán el moderno grito ya inmortalizado por el otro (gracias a Dios) extinto caudillo latinoamericano “¡Exprópiese!”.

Y la respuesta no tarda en llegar, … en un reconocimiento a “las serias ideas de Grabois”, … en un gesto de “justa distribución de la riqueza” para un “justo desarrollo humano”, … el Tío marioneta Alberto les cederá Tierras Fiscales y entonces … 


Y así, el Tío marioneta Alberto, luciendo frac y galera (y banda presidencial) asumirá su triste rol de “Maestro de ceremonias del Gran Circo K de la Argentina Progre” y esgrimiendo en lo alto una vez más su exacerbado índice rígido, anunciará la próxima (trágica) función:  

¡No se lo pierdan! ¡Próximamente!

¡Vean como derrotamos a la sucia oligarquía capitalista opresora y como florece nuestra economía nacional y popular!

 

Cuando en realidad veremos caer a nuestros ya muy debilitados productores que no podrán competir contra semejante aparato, veremos reducidos casi a la esclavitud a nuestros ya muy sufridos trabajadores del campo y veremos emerger brillantes a los nuevos empresarios progresistas (¿o a los nuevos Baez de la agricultura?). No necesito explicarlo demasiado.

 

¡Qué Dios nos ayude a “pensar la patria”!


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ANEXO 1:

 Acá el mensaje completo de Grabois tras abandonar el campo de los Etchevehere

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ANEXO 2:

Para las siguientes consideraciones utilizaré sólo un par de capítulos de “El Orden Natural” (1972) del profesor y mártir Carlos A. Sacheri.

(los destacados son de este post)

Propiedad Privada

El llamado “derecho de propiedad privada” se ha convertido, en los últimos tiempos, en tema de un acalorado debate donde no siempre es la razón la que logra sobreponerse al juego de las pasiones e intereses individuales o de grupo. Son muy conocidas las diatribas que Proudhon y Marx lanzaran a mediados del siglo pasado contra el derecho de propiedad, calificándolo aquél de “la propiedad es un robo”, mientras el segundo sintetizaba en su tesis de la “abolición de la propiedad privada” la esencia de la doctrina comunista (ver Manifiesto del Partido Comunista, de Marx y Engels, 1848).

En los últimos años, la discusión sobre la legitimidad de la propiedad se ha introducido aún en los ambientes católicos a través de los planteos del “socialismo cristiano” y del “tercermundismo”. La confusión de conceptos que caracteriza tales doctrinas requiere, pues, esclarecer los conceptos básicos para poder comprender cuáles son las razones que fundamentan a la propiedad como un derecho humano fundamental.

Nociones previas.

En primer lugar, resulta necesario aclarar el concepto de “propiedad”, mediante su adecuada definición. La propiedad se distingue del mero “uso” de los bienes, pues quien utiliza una cosa no necesariamente puede disponer de ella, transferirla a otra persona, etc. La propiedad supone, en consecuencia, el dominio pleno sobre el objeto. Así podemos definir el derecho de propiedad como “el derecho por el cual una persona puede usar y disponer de una cosa”.

Este derecho de propiedad se ejerce sobre dos tipos de bienes.: 1) Los llamados bienes de consumo, que son aquellos objetos cuya utilización implica su desgaste y destrucción, como por ejemplo los alimentos o la vestimenta; 2) Los bienes de producción o bienes de capital, esto es, aquellos objetos que no están destinados al consumo, sino que se emplean en la producción de otros bienes, por ejemplo, las máquinas, etcétera.

Otra distinción fundamental es la existente entre propiedad privada y propiedad pública. La primera corresponde y es ejercida por los individuos y grupos intermedios de la sociedad. La segunda constituye el patrimonio del Estado, el cual reserva ciertos bienes materiales sustrayéndolos a la aprobación individual. En este sentido, propiedad pública equivale a una “no propiedad”. Algunos autores hablan de propiedad comunitaria, o de propiedad colectiva. Estos adjetivos suelen originar grandes confusiones. Su acepción legítima sería la de copropiedad o propiedad en común, como se da en el caso de las sociedades cooperativas y en los consorcios de propiedad horizontal de las viviendas. En este sentido, la copropiedad no es sino una propiedad personal mitigada, manteniendo su carácter privado; así, por ejemplo, la propiedad común de una bicicleta entre los hijos de una misma familia es una propiedad privada, compartida entre varios, y supone una disminución en su uso, pues nunca puede ser utilizada por más de uno a la vez. El equívoco grave surge cuando se pretende utilizar los adjetivos de “comunitario” o “colectivo” como eufemismos destinados a disimular la estatización o la nacionalización de ciertos bienes. Tal empleo es ilegítimo, por implicar una mentalidad colectivista.

La polémica liberal-socialista.

Como consecuencia de la irrupción del liberalismo a partir de la Revolución Francesa, surgieron dos concepciones antagónicas respecto de la propiedad privada: el liberalismo y el socialismo. El liberalismo asigna a la propiedad el carácter de un derecho absoluto que no admite limitación ni control alguno. El liberalismo jurídico del Código napoleónico (1810) admite el derecho a destruir el bien que se posee en propiedad, en virtud de su carácter absoluto. La misma doctrina estaba implícita en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. El fundamento de la concepción liberal reside en su concepción optimista de la persona, por la cual todos somos espontáneamente buenos, justos y libres. En consecuencia, el modo más eficaz de asegurar esa plena bondad y autonomía del individuo reside en la absoluta libertad de disponer de los propios bienes. El socialismo y el comunismo constataron los abusos a que conducía inevitablemente utopía liberal y, partiendo de una concepción pesimista del individuo, exigieron la destrucción de la propiedad privada en todas sus formas, como principio de solución de todos los males sociales. La conclusión práctica consistió en remitir al Estado la propiedad de todos los bienes y servicios económicos. De ahí los calificativos de “colectivismo” y de “capitalismo de Estado”, con que suele caracterizarse al socialismo económico.

Como en tantos otros campos, la controversia liberal-socialista constituyó y sigue siendo un perfecto diálogo entre sordos... Ambos planteos contienen verdades parciales, que no guardan relación con la conclusión errónea que en ellas pretende fundarse. El liberalismo tiene razón cuando percibe que la propiedad es la garantía efectiva de la libertad y la iniciativa privada, pero se equivoca gravemente al deducir que dicha propiedad ha de ser absoluta para no reducirse a una mera ficción. Las corrientes socialistas, por su parte, percibieron que el capitalismo liberal lograba, mediante su énfasis en la propiedad, justificar el sometimiento al cual sometió de hecho a la mayoría de las familias obreras, privándolas de las condiciones más elementales de trabajo y de vida y despojándolas de su dignidad personal. Su error reside en concluir, a partir de abusos concretos y limitados, una condenación universal de toda propiedad, como si fuese algo esencialmente malo. La paradoja socialista consiste en que, so pretexto de remediar los abusos del liberalismo, no hace sino agravar los mismos al concentrar en un Estado anónimo la propiedad de todos los bienes. ¿Quién podrá reivindicar el menor derecho frente a un poder que, además de ser propietario de todo, es el único patrón, el líder sindical, el único maestro, el supremo juez y jefe de policía?

La propiedad privada es un derecho natural.

Los principios permanentes del orden natural y cristiano trascienden las graves limitaciones del liberalismo y del socialismo en materia tan importante para el recto ordenamiento de la sociedad, como lo es la institución de la propiedad. A partir de un concepto realista de la persona humana y de su dignidad propia, la propiedad privada encuentra en esta perspectiva toda su fecundidad, al par que recibe las limitaciones éticas sin las cuales degeneraría en los abusos tantas veces denunciados por el propio Magisterio pontificio.

La Iglesia siempre ha definido con energía que la propiedad privada de los bienes materiales es un derecho natural de la persona, cuyo respeto y protección es fundamental para la paz y la prosperidad sociales. Juan XXIII lo reafirmó una vez más al oponerse a quienes cuestionan la legitimidad de ese derecho: “Debe pensarse que esa duda carece de todo fundamento. El derecho de propiedad privada, aun aquel que concierne a los bienes de producción, vale en todo tiempo, puesto que está contenido en la naturaleza misma de las cosas. Esta nos enseña que cada hombre es anterior a la sociedad civil, y que es, pues, necesario ordenar la sociedad civil al hombre, como a su fin. Por otra parte, sería inútil reconocer a las personas privadas el derecho de actuar libremente en materia económica, si no se les acuerda igualmente el poder de elegir libremente, y de emplear libremente los medios necesarios al ejercicio de ese derecho” (Mater et Magistra, n. 109).

En efecto, si el hombre es un ser racional, libre y responsable, la primera proyección de su naturaleza en el campo de los bienes económicos, de los cuales ha de servirse para vivir y alcanzar su plenitud, es precisamente la propiedad privada y personal sobre tales bienes. Toda limitación excesiva a este dominio del hombre sobre las cosas implica coartar la libertad y, por consiguiente, la responsabilidad propia de la persona. La solución a los abusos no radica en la destrucción de la propiedad, sino en someter su uso a la regulación de la ley moral.

 

La propiedad y su función social

En la nota anterior hemos analizado el concepto de propiedad privada y los errores que a su respecto han formulado tanto el liberalismo como las corrientes socialistas. Posteriormente se analizó el derecho de propiedad como un derecho natural de la persona. Corresponde ahora prolongar esa reflexión, considerando a la propiedad en su doble dimensión: personal y social.

Un derecho derivado.

Al exponer el concepto de derecho natural,

…, el conocimiento que poseemos de los derechos naturales no es igual para todos ellos, ya que unos derivan a manera de conclusiones de los más fundamentales. Estos últimos reciben la denominación de “preceptos primarios”, mientras que los de ellos derivados son “preceptos secundarios”. El derecho a la vida, por ejemplo, implica como consecuencia el derecho a la libre disposición de los bienes materiales, pues estos son indispensables para la conservación de la existencia; a su vez, la libre disposición de los bienes implica el derecho a la propiedad privada. Santo Tomas califica a este ultimo de “derecho secundario” pues presupone otros anteriores y aún más fundamentales.

Esta distinción tiene importancia, pues los principios secundarios no son necesariamente conocidos por todos los individuos con evidencia, ya que suponen cierto discurso de la razón. Cuanto más se alejan de los preceptos primarios, tanto mayor es el peligro de error. Pero lo dicho no implica que pierdan su carácter de “naturales” o esenciales.

se señaló que el derecho de propiedad es un derecho secundario o derivado. En efecto, y pese a su carácter de atributo fundamental de la persona, la propiedad se inscribe entre los derechos que hacen a la conservación de la existencia.

El derecho a la conservación de la propia vida es un atributo radical primario de todo ser humano, por el solo hecho de ser tal. De la tendencia natural a nuestra conservación deriva el derecho de todo hombre a la libre disposición de los bienes necesarios a dicha subsistencia. Sí el hombre no puede vivir sin utilizar y consumir bienes materiales, si no involucrara la disponibilidad efectiva de los bienes básicos indispensables, el derecho a la vida sería una mera ficción.

Este derecho natural a la libre disposición de los bienes es anterior al derecho de propiedad privada sobre los mismos. En esta perspectiva, el derecho de propiedad se sigue a manera de medio indispensable para asegurar más eficazmente la libre disposición de bienes para todos los hombres. Esta reflexión pone de manifiesto la gravedad del error liberal según el cual la propiedad no admite limitación alguna. Por el contrario, el orden natural señala que no es un derecho absoluto sino subordinado a otro aún más fundamental y anterior: “Sobre el uso de los bienes materiales, Nuestro Predecesor muestra que el derecho de todo hombre a hacerlos servir a su alimentación y conservación debe pesar antes que todos los demás derechos concernientes a la vida económica y, por consiguiente, es anterior al mismo derecho de propiedad privada” (Mate r et Magistra, n. 43; Pío XII, Alocución del 2412-42).

El carácter derivado del derecho de propiedad exige que debamos distinguir entre el derecho mismo y las diferentes instituciones, estructuras o regímenes particulares que los pueblos crean para su aplicación concreta a la vida diaria. Mientras aquél tiene permanente vigencia, sus formas de concreción práctica variarán según las circunstancias: “Lo mismo, en efecto, que cualquier otra institución de la vida social, el régimen de la propiedad no es absolutamente inmutable” (Quadragesimo Anno, n. 54). “Las normas jurídicas positivas que regulan la propiedad privada, pueden variar y restringir en mayor o menor medida su uso” (Pío XII, Radiomensaje del 24- 12-42; Radiomensaje del 1-9-44). Claro está que las formas concretas de regulación de los diferentes sistemas de propiedad deberán dejar siempre a salvo las exigencias del orden natural (Pío XII, Radiomensaje del 2412-55).

Dimensión personal de la propiedad.

En el orden de los bienes materiales, la propiedad es la garantía efectiva del desarrollo pleno de la persona humana y de las familias. Ya hemos dicho anteriormente que el ser humano, inteligente, libre y responsable en su actuar reviste una dignidad propia, la cual consiste en que puede y debe encaminarse por sí mismo a su propio fin y perfección. Este atributo esencial de todo hombre requiere, en la práctica, que la sociedad política reconozca a cada individuo y a cada grupo intermedio un margen adecuado de iniciativas propias dentro del cual las familias y los grupos pongan en juego sus cualidades y recursos. De otro modo, se coartaría su condición de ser libre, convirtiéndolo, en los hechos, en un ser irresponsable, totalmente dependiente del Estado.

Si, en el plano de la economía, se negara a las personas toda posibilidad de asumir iniciativas propias, caeríamos inevitablemente en un sistema totalitario y coactivo de la vida social. La ineficacia congénita de las economías de las repúblicas soviéticas y de las mal llamadas “democracias populares”, no tiene otra causa profunda sino este desconocimiento de la realidad esencial del ser humano. Ahora bien, ¿cómo podría el hombre ejercer su capacidad e iniciativa en el orden económico sin poseer? Si la propiedad privada supone por definición la capacidad de usar y disponer de las cosas, no habrá iniciativa económica sin propiedad privada de los bienes.

Alguno preguntará si no bastaría para asegurar el respeto pleno del hombre, el limitar la propiedad privada a los bienes de consumo, como lo postulan formas moderadas del socialismo. La respuesta es terminante: no basta el reconocimiento a disponer de los bienes de consumo; la propiedad privada ha de extenderse a los bienes de producción (ver Mater et Magistra, n. 109). Sin éstos, la misma propiedad de los bienes de consumo peligra, como lo ha señalado claramente el R Calvez S. J.: “Debemos precavernos, en efecto, contra una ilusión: la de una verdadera propiedad de los bienes de consumo en ausencia de una propiedad o control de los medios de producción. En ausencia de tal control, la propiedad de los bienes de consumo no es sino algo otorgado; se vuelve algo secundario y dependiente” (Revue de Action Populaire, junio, 1965, p.661). En efecto, sin propiedad privada de los bienes productivos o de capital, el Estado anónimo dispensaría como dueño absoluto el derecho al consumo para cada individuo. La triste ilustración de esta utopía está dada por las economías de trabajo forzado en los países comunistas, en los cuales se recurre con frecuencia a los bonos de racionamiento para digitar el consumo de cada ciudadano.

Del mismo modo que el hombre se proyecta en su dominio sobre las cosas mediante la propiedad, así también la vida familiar requiere necesariamente el acceso a la propiedad privada. El ejercicio pleno de las responsabilidades familiares requiere el ser dueño de los bienes e instrumentos indispensables. Prueba de ello es que la familia se ve desconocida en aquellos países que relegan al Estado la propiedad de los bienes.

En este sentido, cabe recordar que el derecho de propiedad privada implica el derecho a la transmisión hereditaria de la propiedad. Como lo señalara ya en el siglo pasado el ilustre sociólogo católico Federico Le Play, en su vasto estudio sobre los obreros europeos, sin herencia no hay prosperidad familiar, pues el hombre tiende naturalmente a asegurar el futuro de sus hijos y, en razón de ellos, tiende a producir en abundancia.

Privado de tal estímulo, el rendimiento personal y la capacidad de ahorro decae inevitablemente.

Función social de la propiedad.

Si el liberalismo fue sensible al hecho de que, si se traba la iniciativa privada, no habrá producción abundante de bienes económicos, las corrientes socialistas reivindicaron otra verdad parcial; a saber, el uso de los bienes ha de ordenarse a las necesidades sociales. El error de ambos planteos es haber desconocido que ambas afirmaciones no son excluyentes sino absolutamente complementarias.

En efecto, falto de regulación moral adecuada, el individuo tiende a subordinar a sus intereses egoístas el uso de los bienes que posee. Este egoísmo -alentado por el individualismo liberal- trae aparejadas toda clase de abusos e injusticias. Quien posee tiende a imponer condiciones injustas a quienes no poseen bien alguno, con el objeto de aumentar las propias ganancias. De ahí que la historia presente testimonios de tales abusos a lo largo de los siglos.

Tales situaciones parten del desconocimiento de la función social de la propiedad. Esta idea complementa y equilibra la función personal antes explicada. Siendo la propiedad un derecho derivado, su ejercicio efectivo ha de ordenarse no sólo a la satisfacción de las necesidades individuales, sino también al bien común de la sociedad política. En otras palabras, los bienes de los particulares deben contribuir a solventar todas aquellas actividades y servicios que son indispensables a la buena marcha de la sociedad. El régimen impositivo es un ejemplo claro del ordenamiento a los fines sociales.

Pero la función social no se agota en dicha contribución. La rentabilidad de los bienes, en particular de los bienes de producción, ha de ordenarse a proporcionar a todas las familias y sectores sociales un nivel de vida adecuado y una seguridad contra los riesgos vitales (enfermedad, muerte, etc.). Ello requiere una justa distribución de los ingresos, cuyo arbitraje supremo deberá ser ejercido por la autoridad política (Mater et Magistra; Gaudium et Spes 71). Abundante producción y su justa distribución son las ideas que asegurarán el recto uso de Impropiedad.

 

La difusión de la propiedad

En capítulos anteriores (18 y 19) hemos considerado el derecho de propiedad privada, tanto en su función personal como en su función social. Corresponde ahora analizar los medios prácticos de su difusión a todos los sectores del cuerpo social.

Una necesidad imperiosa.

“El derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que a todos corresponde” (Gaudium et Spes, n. 69). Esta afirmación sobre la universalidad del derecho a la propiedad privada de los bienes deriva manifiestamente del carácter de derecho natural que distingue a la propiedad. Siendo algo acordado al ser humano por naturaleza, todos y cada uno deben poder participar efectivamente de la propiedad en sus diferentes formas.

Este principio básico se traduce, al nivel de la realidad económica internacional, en la necesidad urgente de facilitar y promover la difusión de la propiedad a través de todos los sectores sociales y, en particular, del sector asalariado. La causa de esta necesidad imperiosa reside en la libre concurrencia instaurada por el capitalismo liberal. El mecanismo del mercado, falto de regulación moral y social, según las premisas del liberalismo económico, tiende a mantener a los trabajadores en su condición de meros asalariados y traba su progreso. Tal es así que, aun en los países más industrializados, la constante expansión de la producción y la mayor eficiencia de las empresas como unidades productivas no permite un aumento en los ingresos del sector trabajo equivalente al incremento correspondiente al sector capital.

La única solución viable a tal problema crónico de la economía moderna consiste en facilitar a los trabajadores la participación en la propiedad de las empresas (ver de Louis Salieron, Los católicos y el capitalismo, ed. La Palatine, París 1951, y Diffuser la Propiété, N. E. Latines, París, 1964).

La urgencia de una distribución efectiva de la propiedad a todos los sectores sociales ha sido una exigencia permanente de la doctrina social católica, desde Rerum Novarum hasta hoy. Pero han sido sobre todo Pío XII y Juan XXIII quienes han subrayado con más energía la necesidad práctica de su instrumentación adecuada: “Pero es poca cosa afirmar que el hombre ha recibido de la naturaleza el derecho de poseer privadamente los bienes como propios, incluidos aquellos de carácter productivo, si no se trabajara con todas las fuerzas en propagar el ejercicio de ese derecho en todas las clases sociales. En efecto; como lo enseña muy claramente Pío XII, Nuestro Predecesor de feliz memoria, por una parte, la dignidad misma de la persona humana «exige necesariamente el derecho de usar de los bienes exteriores para vivir según las justas normas de la naturaleza; a ese derecho corresponde una obligación muy grave que requiere que se acuerde a todos, en la medida de lo posible, la facultad de poseer bienes privados». Por otra parte, la nobleza inherente al mismo trabajo exige, entre otras cosas, «la conservación y el perfeccionamiento de un orden social que haga posible una propiedad segura, por modesta que fuere, a todos los ciudadanos de cualquier clase»” (Mater et Magistra, n. 114).

Diferentes formas de propiedad.

El acceso generalizado a la propiedad puede y debe revestir diversas formas y modalidades, puesto que el concepto de propiedad es aplicable a bienes de diferente naturaleza: “Así, recurriendo con prudencia a los diversos métodos aprobados por la experiencia, no resultará difícil a los países el organizar la vida social y económica de modo tal que facilite y extienda lo más posible el acceso a la propiedad privada de bienes, tales como: los bienes de uso duradero, la casa, un terreno, el equipo necesario a un taller artesanal o a la explotación de una granja de dimensión familiar, las acciones de empresas medianas o grandes” (Mater et Magistra, n. 115).

La enumeración precedente no hace sino mencionar algunas formas manifiestas y simples de facilitar el acceso a los bienes.

Por la misma razón no requieren mayor comentario. A continuación, examinaremos rápidamente otras formas de propiedad, no menos fundamentales que las anteriores, y cuya índole y repercusión social deben ser acentuadas en la actualidad, puesto que permitirán esbozar principios de solución a los males y desigualdades de la economía de nuestro tiempo.

Y continua …

La propiedad del oficio …  La seguridad social … la Participación en el capital empresario

si desean, una vez más  Acá el texto completo de “El Orden Natural”

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Luego de repasar los principios básicos que rigen la propiedad privada, debemos sumar algunas actualizaciones a la Doctrina dados los procesos socioeconómicos de las últimas décadas. Para ello recomiendo la lectura de San Juan Pablo II (centesimus annus), a continuación, algunos párrafos:

 

Hacia las “cosas nuevas” de hoy

La conmemoración de la Rerum novarum no sería apropiada sin echar una mirada a la situación actual. Por su contenido, el documento se presta a tal consideración, ya que su marco histórico y las previsiones en él apuntadas se revelan sorprendentemente justas, a la luz de cuanto sucedió después.

Esto mismo queda confirmado, en particular, por los acontecimientos de los últimos meses del año 1989 y primeros del 1990. Tales acontecimientos y las posteriores transformaciones radicales no se explican si no es a la luz de las situaciones anteriores, que en cierta medida habían cristalizado o institucionalizado las previsiones de León XIII y las señales, cada vez más inquietantes, vislumbradas por sus sucesores. En efecto, el Papa previó las consecuencias negativas —bajo todos los aspectos, político, social, y económico— de un ordenamiento de la sociedad tal como lo proponía el «socialismo», que entonces se hallaba todavía en el estadio de filosofía social y de movimiento más o menos estructurado. Algunos se podrían sorprender de que el Papa criticara las soluciones que se daban a la «cuestión obrera» comenzando por el socialismo, cuando éste aún no se presentaba —como sucedió más tarde— bajo la forma de un Estado fuerte y poderoso, con todos los recursos a su disposición. Sin embargo, él supo valorar justamente el peligro que representaba para las masas ofrecerles el atractivo de una solución tan simple como radical de la cuestión obrera de entonces. Esto resulta más verdadero aún, si lo comparamos con la terrible condición de injusticia en que versaban las masas proletarias de las naciones recién industrializadas.

Es necesario subrayar aquí dos cosas: por una parte, la gran lucidez en percibir, en toda su crudeza, la verdadera condición de los proletarios, hombres, mujeres y niños; por otra, la no menor claridad en intuir los males de una solución que, bajo la apariencia de una inversión de posiciones entre pobres y ricos, en realidad perjudicaba a quienes se proponía ayudar. De este modo el remedio venía a ser peor que el mal. Al poner de manifiesto que la naturaleza del socialismo de su tiempo estaba en la supresión de la propiedad privada, León XIII llegaba de veras al núcleo de la cuestión.

Merecen ser leídas con atención sus palabras:

«Para solucionar este mal (la injusta distribución de las riquezas junto con la miseria de los proletarios) los socialistas instigan a los pobres al odio contra los ricos y tratan de acabar con la propiedad privada estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes...; pero esta teoría es tan inadecuada para resolver la cuestión, que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es además sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión del Estado y perturba fundamentalmente todo el orden social».

No se podían indicar mejor los males acarreados por la instauración de este tipo de socialismo como sistema de Estado, que sería llamado más adelante «socialismo real».

La Propiedad Privada y el destino universal de los Bienes

En la Rerum novarum León XIII afirmaba enérgicamente y con varios argumentos el carácter natural del derecho a la propiedad privada, en contra del socialismo de su tiempo. Este derecho, fundamental en toda persona para su autonomía y su desarrollo, ha sido defendido siempre por la Iglesia hasta nuestros días. Asimismo, la Iglesia enseña que la propiedad de los bienes no es un derecho absoluto, ya que en su naturaleza de derecho humano lleva inscrita la propia limitación.

A la vez que proclamaba con fuerza el derecho a la propiedad privada, el Pontífice afirmaba con igual claridad que el «uso» de los bienes, confiado a la propia libertad, está subordinado al destino primigenio y común de los bienes creados y también a la voluntad de Jesucristo, manifestada en el Evangelio. Escribía a este respecto: «Así pues los afortunados quedan avisados...; los ricos deben temer las tremendas amenazas de Jesucristo, ya que más pronto o más tarde habrán de dar cuenta severísima al divino Juez del uso de las riquezas»; y, citando a santo Tomás de Aquino, añadía: «Si se pregunta cómo debe ser el uso de los bienes, la Iglesia responderá sin vacilación alguna: "a este respecto el hombre no debe considerar los bienes externos como propios, sino como comunes"... porque "por encima de las leyes y de los juicios de los hombres está la ley, el juicio de Cristo"».

Los sucesores de León XIII han repetido esta doble afirmación: la necesidad y, por tanto, la licitud de la propiedad privada, así como los límites que pesan sobre ella. …

El origen primigenio de todo lo que es un bien es el acto mismo de Dios que ha creado el mundo y el hombre, y que ha dado a éste la tierra para que la domine con su trabajo y goce de sus frutos (cf. Gn 1, 28-29). Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. He ahí, pues, la raíz primera del destino universal de los bienes de la tierra. Ésta, por su misma fecundidad y capacidad de satisfacer las necesidades del hombre, es el primer don de Dios para el sustento de la vida humana.

Ahora bien, la tierra no da sus frutos sin una peculiar respuesta del hombre al don de Dios, es decir, sin el trabajo. Mediante el trabajo, el hombre, usando su inteligencia y su libertad, logra dominarla y hacer de ella su digna morada. De este modo, se apropia una parte de la tierra, la que se ha conquistado con su trabajo: he ahí el origen de la propiedad individual.

Existe otra forma de propiedad, concretamente en nuestro tiempo, que tiene una importancia no inferior a la de la tierra: es la propiedad del conocimiento, de la técnica y del saber. En este tipo de propiedad, mucho más que en los recursos naturales, se funda la riqueza de las naciones industrializadas.

Se ha aludido al hecho de que el hombre trabaja con los otros hombres, tomando parte en un «trabajo social» que abarca círculos progresivamente más amplios. Quien produce una cosa lo hace generalmente —aparte del uso personal que de ella pueda hacer— para que otros puedan disfrutar de la misma, después de haber pagado el justo precio, establecido de común acuerdo mediante una libre negociación. Precisamente la capacidad de conocer oportunamente las necesidades de los demás hombres y el conjunto de los factores productivos más apropiados para satisfacerlas es otra fuente importante de riqueza en una sociedad moderna. Por lo demás, muchos bienes no pueden ser producidos de manera adecuada por un solo individuo, sino que exigen la colaboración de muchos. Organizar ese esfuerzo productivo, programar su duración en el tiempo, procurar que corresponda de manera positiva a las necesidades que debe satisfacer, asumiendo los riesgos necesarios: todo esto es también una fuente de riqueza en la sociedad actual. Así se hace cada vez más evidente y determinante el papel del trabajo humano, disciplinado y creativo, y el de las capacidades de iniciativa y de espíritu emprendedor, como parte esencial del mismo trabajo.

Dicho proceso, que pone concretamente de manifiesto una verdad sobre la persona, afirmada sin cesar por el cristianismo, debe ser mirado con atención y positivamente. En efecto, el principal recurso del hombre es, junto con la tierra, el hombre mismo. Es su inteligencia la que descubre las potencialidades productivas de la tierra y las múltiples modalidades con que se pueden satisfacer las necesidades humanas. Es su trabajo disciplinado, en solidaria colaboración, el que permite la creación de comunidades de trabajo cada vez más amplias y seguras para llevar a cabo la transformación del ambiente natural y la del mismo ambiente humano. En este proceso están comprometidas importantes virtudes, como son la diligencia, la laboriosidad, la prudencia en asumir los riesgos razonables, la fiabilidad y la lealtad en las relaciones interpersonales, la resolución de ánimo en la ejecución de decisiones difíciles y dolorosas, pero necesarias para el trabajo común de la empresa y para hacer frente a los eventuales reveses de fortuna.

La moderna economía de empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa en el campo económico y en otros campos. En efecto, la economía es un sector de la múltiple actividad humana y en ella, como en todos los demás campos, es tan válido el derecho a la libertad como el deber de hacer uso responsable del mismo. Hay, además, diferencias específicas entre estas tendencias de la sociedad moderna y las del pasado incluso reciente. Si en otros tiempos el factor decisivo de la producción era la tierra y luego lo fue el capital, entendido como conjunto masivo de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy día el factor decisivo es cada vez más el hombre mismo, es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el saber científico, y su capacidad de organización solidaria, así como la de intuir y satisfacer las necesidades de los demás.

Sin embargo, es necesario descubrir y hacer presentes los riesgos y los problemas relacionados con este tipo de proceso. De hecho, hoy muchos hombres, quizá la gran mayoría, no disponen de medios que les permitan entrar de manera efectiva y humanamente digna en un sistema de empresa, donde el trabajo ocupa una posición realmente central. No tienen posibilidad de adquirir los conocimientos básicos, que les ayuden a expresar su creatividad y desarrollar sus capacidades. No consiguen entrar en la red de conocimientos y de intercomunicaciones que les permitiría ver apreciadas y utilizadas sus cualidades. Ellos, aunque no explotados propiamente, son marginados ampliamente y el desarrollo económico se realiza, por así decirlo, por encima de su alcance, limitando incluso los espacios ya reducidos de sus antiguas economías de subsistencia. Esos hombres, impotentes para resistir a la competencia de mercancías producidas con métodos nuevos y que satisfacen necesidades que anteriormente ellos solían afrontar con sus formas organizativas tradicionales, ofuscados por el esplendor de una ostentosa opulencia, inalcanzable para ellos, coartados a su vez por la necesidad, esos hombres forman verdaderas aglomeraciones en las ciudades del Tercer Mundo, donde a menudo se ven desarraigados culturalmente, en medio de situaciones de violencia y sin posibilidad de integración. No se les reconoce, de hecho, su dignidad y, en ocasiones, se trata de eliminarlos de la historia mediante formas coactivas de control demográfico, contrarias a la dignidad humana.

Otros muchos hombres, aun no estando marginados del todo, viven en ambientes donde la lucha por lo necesario es absolutamente prioritaria y donde están vigentes todavía las reglas del capitalismo primitivo, junto con una despiadada situación que no tiene nada que envidiar a la de los momentos más oscuros de la primera fase de industrialización. En otros casos sigue siendo la tierra el elemento principal del proceso económico, con lo cual quienes la cultivan, al ser excluidos de su propiedad, se ven reducidos a condiciones de semi-esclavitud. Ante estos casos, se puede hablar hoy día, como en tiempos de la Rerum novarum, de una explotación inhumana. A pesar de los grandes cambios acaecidos en las sociedades más avanzadas, las carencias humanas del capitalismo, con el consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están lejos de haber desaparecido; es más, para los pobres, a la falta de bienes materiales se ha añadido la del saber y de conocimientos, que les impide salir del estado de humillante dependencia.

Por desgracia, la gran mayoría de los habitantes del Tercer Mundo vive aún en esas condiciones. Sería, sin embargo, un error entender este mundo en sentido solamente geográfico. En algunas regiones y en sectores sociales del mismo se han emprendido procesos de desarrollo orientados no tanto a la valoración de los recursos materiales, cuanto a la del «recurso humano».

En años recientes se ha afirmado que el desarrollo de los países más pobres dependía del aislamiento del mercado mundial, así como de su confianza exclusiva en las propias fuerzas. La historia reciente ha puesto de manifiesto que los países que se han marginado han experimentado un estancamiento y retroceso; en cambio, han experimentado un desarrollo los países que han logrado introducirse en la interrelación general de las actividades económicas a nivel internacional. Parece, pues, que el mayor problema está en conseguir un acceso equitativo al mercado internacional, fundado no sobre el principio unilateral de la explotación de los recursos naturales, sino sobre la valoración de los recursos humanos.

La Iglesia reconoce la justa función de los beneficios, como índice de la buena marcha de la empresa. Cuando una empresa da beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente y que las correspondientes necesidades humanas han sido satisfechas debidamente. Sin embargo, los beneficios no son el único índice de las condiciones de la empresa. Es posible que los balances económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad. Además de ser moralmente inadmisible, esto no puede menos de tener reflejos negativos para el futuro, hasta para la eficiencia económica de la empresa. En efecto, finalidad de la empresa no es simplemente la producción de beneficios, sino más bien la existencia misma de la empresa como comunidad de hombres que, de diversas maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de la sociedad entera. Los beneficios son un elemento regulador de la vida de la empresa, pero no el único; junto con ellos hay que considerar otros factores humanos y morales que, a largo plazo, son por lo menos igualmente esenciales para la vida de la empresa.

Queda mostrado cuán inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo deja al capitalismo como único modelo de organización económica. Hay que romper las barreras y los monopolios que colocan a tantos pueblos al margen del desarrollo, y asegurar a todos —individuos y naciones— las condiciones básicas que permitan participar en dicho desarrollo. Este objetivo exige esfuerzos programados y responsables por parte de toda la comunidad internacional. Es necesario que las naciones más fuertes sepan ofrecer a las más débiles oportunidades de inserción en la vida internacional; que las más débiles sepan aceptar estas oportunidades, haciendo los esfuerzos y los sacrificios necesarios para ello, asegurando la estabilidad del marco político y económico, la certeza de perspectivas para el futuro, el desarrollo de las capacidades de los propios trabajadores, la formación de empresarios eficientes y conscientes de sus responsabilidades.

Es asimismo preocupante, junto con el problema del consumismo y estrictamente vinculado con él, la cuestión ecológica. El hombre, impulsado por el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer, consume de manera excesiva y desordenada los recursos de la tierra y su misma vida. En la raíz de la insensata destrucción del ambiente natural hay un error antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo. El hombre, que descubre su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de «crear» el mundo con el propio trabajo, olvida que éste se desarrolla siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las cosas por parte de Dios. Cree que puede disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar. En vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza, más bien tiranizada que gobernada por él.

Además de la destrucción irracional del ambiente natural hay que recordar aquí la más grave aún del ambiente humano, al que, sin embargo, se está lejos de prestar la necesaria atención. Mientras nos preocupamos justamente, aunque mucho menos de lo necesario, de preservar los «habitat» naturales de las diversas especies animales amenazadas de extinción, porque nos damos cuenta de que cada una de ellas aporta su propia contribución al equilibrio general de la tierra, nos esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones morales de una auténtica «ecología humana». No sólo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual debe usarla respetando la intención originaria de que es un bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado. Hay que mencionar en este contexto los graves problemas de la moderna urbanización, la necesidad de un urbanismo preocupado por la vida de las personas, así como la debida atención a una «ecología social» del trabajo.

El marxismo ha criticado las sociedades burguesas y capitalistas, reprochándoles la mercantilización y la alienación de la existencia humana. Ciertamente, este reproche está basado sobre una concepción equivocada e inadecuada de la alienación, según la cual ésta depende únicamente de la esfera de las relaciones de producción y propiedad, esto es, atribuyéndole un fundamento materialista y negando, además, la legitimidad y la positividad de las relaciones de mercado incluso en su propio ámbito. El marxismo acaba afirmando así que sólo en una sociedad de tipo colectivista podría erradicarse la alienación. Ahora bien, la experiencia histórica de los países socialistas ha demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con la alienación, sino que más bien la incrementa, al añadirle la penuria de las cosas necesarias y la ineficacia económica.

La experiencia histórica de Occidente, por su parte, demuestra que, si bien el análisis y el fundamento marxista de la alienación son falsas, sin embargo, la alienación, junto con la pérdida del sentido auténtico de la existencia, es una realidad incluso en las sociedades occidentales. En efecto, la alienación se verifica en el consumo, cuando el hombre se ve implicado en una red de satisfacciones falsas y superficiales, en vez de ser ayudado a experimentar su personalidad auténtica y concreta. La alienación se verifica también en el trabajo, cuando se organiza de manera tal que «maximaliza» solamente sus frutos y ganancias y no se preocupa de que el trabajador, mediante el propio trabajo, se realice como hombre, según que aumente su participación en una auténtica comunidad solidaria, o bien su aislamiento en un complejo de relaciones de exacerbada competencia y de recíproca exclusión, en la cual es considerado sólo como un medio y no como un fin.

Es necesario iluminar, desde la concepción cristiana, el concepto de alienación, descubriendo en él la inversión entre los medios y los fines: el hombre, cuando no reconoce el valor y la grandeza de la persona en sí mismo y en el otro, se priva de hecho de la posibilidad de gozar de la propia humanidad y de establecer una relación de solidaridad y comunión con los demás hombres, para lo cual fue creado por Dios. En efecto, es mediante la propia donación libre como el hombre se realiza auténticamente a sí mismo, y esta donación es posible gracias a la esencial «capacidad de trascendencia» de la persona humana. El hombre no puede darse a un proyecto solamente humano de la realidad, a un ideal abstracto, ni a falsas utopías. En cuanto persona, puede darse a otra persona o a otras personas y, por último, a Dios, que es el autor de su ser y el único que puede acoger plenamente su donación. Se aliena el hombre que rechaza trascenderse a sí mismo y vivir la experiencia de la autodonación y de la formación de una auténtica comunidad humana, orientada a su destino último que es Dios. Está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la formación de esa solidaridad interhumana.

En la sociedad occidental se ha superado la explotación, al menos en las formas analizadas y descritas por Marx. No se ha superado, en cambio, la alienación en las diversas formas de explotación, cuando los hombres se instrumentalizan mutuamente y, para satisfacer cada vez más refinadamente sus necesidades particulares y secundarias, se hacen sordos a las principales y auténticas, que deben regular incluso el modo de satisfacer otras necesidades. El hombre que se preocupa sólo o prevalentemente de tener y gozar, incapaz de dominar sus instintos y sus pasiones y de subordinarlas mediante la obediencia a la verdad, no puede ser libre. La obediencia a la verdad sobre Dios y sobre el hombre es la primera condición de la libertad, que le permite ordenar las propias necesidades, los propios deseos y el modo de satisfacerlos según una justa jerarquía de valores, de manera que la posesión de las cosas sea para él un medio de crecimiento. Un obstáculo a esto puede venir de la manipulación llevada a cabo por los medios de comunicación social, cuando imponen con la fuerza persuasiva de insistentes campañas, modas y corrientes de opinión, sin que sea posible someter a un examen crítico las premisas sobre las que se fundan.

La solución marxista ha fracasado, pero permanecen en el mundo fenómenos de marginación y explotación, especialmente en el Tercer Mundo, así como fenómenos de alienación humana, especialmente en los países más avanzados; contra tales fenómenos se alza con firmeza la voz de la Iglesia. Ingentes muchedumbres viven aún en condiciones de gran miseria material y moral. El fracaso del sistema comunista en tantos países elimina ciertamente un obstáculo a la hora de afrontar de manera adecuada y realista estos problemas; pero eso no basta para resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo capitalista, que rechaza incluso el tomarlos en consideración, porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado.

La Iglesia no tiene modelos para proponer. Los modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que afronten los problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales que se relacionan entre sí. Para este objetivo la Iglesia ofrece, como orientación ideal e indispensable, la propia doctrina social, la cual —como queda dicho— reconoce la positividad del mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo indica que éstos han de estar orientados hacia el bien común. Esta doctrina reconoce también la legitimidad de los esfuerzos de los trabajadores por conseguir el pleno respeto de su dignidad y espacios más amplios de participación en la vida de la empresa, de manera que, aun trabajando juntamente con otros y bajo la dirección de otros, puedan considerar en cierto sentido que «trabajan en algo propio», al ejercitar su inteligencia y libertad.

 

Y continua …

 

Acá el texto completo de Centesimus Annus






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