Escuchar a Juan Grabois, indigna primero, y luego, causa mucha tristeza. Es la degradación del pensamiento personificada. Es la certeza de un pésimo porvenir.
Aplica la máxima del “Chesterton
argentino”:
“… es peor que ignorancia, es peor que mentira, es confusión.”
Utiliza un palabrerío facilista,
vacuo y retórico, repetitivo, contradictorio y por sobre todas las cosas, decadente
y fracasado; palabrerío que resuena como un estruendo en su hueca cavidad
craneana y fluye a borbotones en su discurso de odio con tergiversaciones que
esconden subrepticias intenciones, y eso, en mi opinión, es veneno puro.
Palabrerío que sólo sirve para
arriar a desprevenidos púberes intelectuales a sus muertes. Primero a una
muerte espiritual, el odio inoculado actuará, cual carcoma, nublando el
intelecto y royendo el corazón; y luego, a una cruenta muerte física, el
reiterado fracaso de las “luchas utópicas” conducirá a una “consecuente lucha
armada” para terminar en un último fracaso sin retorno, que él, cual cruel hematófago,
capitalizará en beneficio propio elucubrando un nuevo “relato”.
Ya los conocemos, los
Juancitos de otrora, se armaron en contra de la democracia, huyeron ante la
represión de la dictadura y luego construyeron un “relato épico” de una lucha
“de resistencia” que casi no existió, y desde entonces, mienten y mienten, y arrían
a los chicos a cortar calles y tirar piedras para luchar por “sus derechos”
(algunos reales, que nunca nadie les quitó, y otros inventados, que nunca nadie
les reconocerá) hasta que alguno se muere ahogado abandonado por la propia
tropa y entonces pueden mentir otro relato épico de mártires y héroes. No
necesito explicarlo demasiado.
Y si a ese palabrerío de confusión
pretendidamente filosófico (sofisma le dicen los que saben, estiércol me gusta
decirle a mi), le sumamos el degradante “uso de los pobres” y una retorcida “interpretación
de la pobreza” convertida en un mendicante “derecho” a que el Estado “les
resuelva la vida”, ya estamos frente a autentico monstruo.
Monstruo ominoso, tan pérfido
como el esperpento de Eduardo Valdez, que se arroga representar “el sentir y el
pensar” de Francisco.
Por “el sentir”, diré que Francisco
está obligado a intentar salvar su alma y se lo tiene que bancar, pero nosotros
no. Y por “el pensar”, sólo me detendré en unas pocas consideraciones, al fin
de cuentas si tuviera que corregir todos sus errores, habría “que hacerlo de
nuevo” a este peligroso engreído, y tampoco nos compete.
Dejando de lado el Magisterio
Extraordinario, donde los Papas se expresan con “Infalibilidad” bajo la fórmula
“ex cathedra” en cuestiones de Fe y Moral, para todas las otras cuestiones
existe el Magisterio Ordinario, habitualmente de carácter “pastoral” y que, pese
a ser falible, por constituir un todo continuo y armónico con sus antecesores,
se constituye en Doctrina “casi” infalible.
Los Papas deben expresarse con
sus antecesores en una “continuidad de pensamiento” y nosotros no debemos
interpretar párrafos aisladamente fuera de esa continuidad Doctrinal. Mucho
menos para tergiversarlo y así esconder o justificar alguna de nuestras
miserias.
Por respeto a muchísimos exégetas
que dedicaron sus vidas al estudio para una correcta interpretación de las Escrituras
y de la Doctrina, como podemos permitir que un adolescente de discurso tendencioso
venga a darnos clases. Yo lo lamento, Juancito, pero para todo en la vida hay
que estudiar. Para entender sobre los Derechos Humanos en general y la
Propiedad Privada en particular hay que estudiar, y para plantar perejil
también.
Al pie de este post, encontrarán
en
- “ANEXO 1” el discurso completo de Grabois
- “ANEXO 2” algunos párrafos de la Doctrina sobre la Propiedad Privada.
Habiendo repasado el
Magisterio Ordinario, con “el sentir y el pensar” de los papas de los últimos 130
años al menos, revisemos ahora el “manoseado” párrafo de Francisco:
“el derecho a la propiedad privada solo puede ser considerado
como un derecho natural secundario y derivado del principio del destino
universal de los bienes creados, y esto tiene consecuencias muy concretas que
deben reflejarse en el funcionamiento de la sociedad. Pero sucede con
frecuencia que los derechos secundarios se sobreponen a los prioritarios y
originarios, dejándolos sin relevancia práctica”.
Y entonces, ¿alguien puede
explicar que entendió este mamarracho para sembrar perejil en un campo
usurpado? Y peor aún, ¿alguien puede explicar que entendió el mamarracho del Tío
Marioneta Alberto para sostener que detrás del planteo de Juancito “hay algo
serio, hay algo razonable, hay algo para discutir”?
Los ciudadanos que deseamos un
verdadero progreso
- No necesitamos discutir lo indiscutible: el derecho a la propiedad privada es un derecho natural inviolable, y en argentina, un derecho constitucional que no deja lugar para míseras interpretaciones oportunistas
- Sí necesitamos discutir lo discutible y vital: el derecho a la vida y a los bienes que la sustenten dignamente; la justa distribución del ingreso, el trabajo y la seguridad social; la cogestión y la participación en las utilidades; el desarrollo sustentable y el cuidado del medio ambiente, Etc. Etc.
¿Notaron
la cantidad de personas que se preocupan y “luchan” por los pobres y los
trabajadores? ¡Cuánta buena gente vociferando, copando calles y/o rompiendo
todo en defensa de los oprimidos! Yo creo que con la mitad de ellos
“discutiendo lo discutible” y con la otra mitad haciendo algo al respecto,
terminaríamos con la pobreza.
Con el Covid-19 hemos adquirido buenas costumbres sanitarias de desinfección, por favor no permitamos que este virus se propague, cada vez que escuchemos huecas y grandilocuentes estupideces como
“… la reforma agraria, la
integración urbana, la economía popular, … son utopías posibles y necesarias
para el desarrollo humano integral”
procedamos con una sanitizante
“kick in the ass” y, preservando neuronas y corazón sanos, seamos aptos para la
verdadera caridad.
Hasta aquí los hechos públicos
protagonizado por Grabois y los militantes del Proyecto Artigas en el
campo "Casa Nueva", en La Paz, Entre Ríos, propiedad de una sociedad
anónima vinculada a la familia Etchevehere.
Pero, sabiendo que Juancito,
como “inteligente abogado” es un “encantador de serpientes”, y que Alberto, como
miembro del Foro de San Pablo es otro progre-snob-descerebrado de fácil
manipulación, lamento decirles, que lo peor está por venir.
Y ya está todo planeado.
Prometen Cooperativas Agrarias
Ecológicas radicando personas desempleadas en el interior del país.
Al decir de Alberto, son
“Ideas como sacar a la gente de centros urbanos en donde viven hacinadas y ver
cómo se pueden desarrollar cultivando la tierra, haciendo una producción
ecológica de verduras, de alimentos, … “, incluido el perejil, claro.
Y al decir del Proyecto
Artigas, ya que el mismo toma el nombre del caudillo que en 1815 decretó el
“Reglamento Provisorio de la Provincia Oriental para el Fomento de la Campaña y
Seguridad de sus Hacendados” confiscando propiedades de los “malos
europeos y peores americanos” adversarios de la Revolución de Mayo, para que
las trabajen “los negros libres, los zambos de toda clase, los indios y
criollos pobres”.
Dado que ya no tenemos ni malos
europeos ni peores americanos ni adversarios de la revolución de mayo, cabe
preguntarse a quienes aplicarán el moderno grito ya inmortalizado por el otro (gracias
a Dios) extinto caudillo latinoamericano “¡Exprópiese!”.
Y la respuesta no tarda en
llegar, … en un reconocimiento a “las serias ideas de Grabois”, … en un gesto
de “justa distribución de la riqueza” para un “justo desarrollo humano”, … el Tío
marioneta Alberto les cederá Tierras Fiscales y entonces …

Y así, el Tío marioneta
Alberto, luciendo frac y galera (y banda presidencial) asumirá su triste rol de
“Maestro de ceremonias del Gran Circo K de la Argentina Progre” y esgrimiendo en
lo alto una vez más su exacerbado índice rígido, anunciará la próxima (trágica)
función:
¡No se lo pierdan! ¡Próximamente!
¡Vean como derrotamos a la
sucia oligarquía capitalista opresora y como florece nuestra economía nacional
y popular!
Cuando en realidad veremos caer
a nuestros ya muy debilitados productores que no podrán competir contra
semejante aparato, veremos reducidos casi a la esclavitud a nuestros ya muy
sufridos trabajadores del campo y veremos emerger brillantes a los nuevos
empresarios progresistas (¿o a los nuevos Baez de la agricultura?). No necesito
explicarlo demasiado.
¡Qué Dios nos ayude a “pensar la patria”!
__________________________________________________________________
ANEXO 1:
Acá el mensaje completo de Grabois tras abandonar el campo de los Etchevehere
__________________________________________________________________
ANEXO 2:
Para las siguientes consideraciones utilizaré sólo un par de capítulos de “El Orden Natural” (1972) del profesor y mártir Carlos A. Sacheri.
(los destacados son de este post)
Propiedad Privada
El llamado “derecho de propiedad privada” se ha convertido, en los últimos tiempos, en tema de un acalorado debate donde no siempre es la razón la que logra sobreponerse al juego de las pasiones e intereses individuales o de grupo. Son muy conocidas las diatribas que Proudhon y Marx lanzaran a mediados del siglo pasado contra el derecho de propiedad, calificándolo aquél de “la propiedad es un robo”, mientras el segundo sintetizaba en su tesis de la “abolición de la propiedad privada” la esencia de la doctrina comunista (ver Manifiesto del Partido Comunista, de Marx y Engels, 1848).
En los
últimos años, la discusión sobre la legitimidad de la propiedad se ha
introducido aún en los ambientes católicos a través de los planteos del
“socialismo cristiano” y del “tercermundismo”. La confusión de conceptos que
caracteriza tales doctrinas requiere, pues, esclarecer los conceptos básicos
para poder comprender cuáles son las razones que fundamentan a la propiedad
como un derecho humano fundamental.
Nociones previas.
En
primer lugar, resulta necesario aclarar el concepto de “propiedad”, mediante su
adecuada definición. La propiedad se distingue del mero “uso” de los bienes,
pues quien utiliza una cosa no necesariamente puede disponer de ella,
transferirla a otra persona, etc. La propiedad supone, en consecuencia, el
dominio pleno sobre el objeto. Así podemos definir el derecho de propiedad como
“el derecho por el cual una persona puede usar y disponer de una cosa”.
Este
derecho de propiedad se ejerce sobre dos tipos de bienes.: 1) Los llamados
bienes de consumo, que son aquellos objetos cuya utilización implica su
desgaste y destrucción, como por ejemplo los alimentos o la vestimenta; 2) Los
bienes de producción o bienes de capital, esto es, aquellos objetos que no están
destinados al consumo, sino que se emplean en la producción de otros bienes,
por ejemplo, las máquinas, etcétera.
Otra
distinción fundamental es la existente entre propiedad privada y propiedad
pública. La primera corresponde y es ejercida por los individuos y grupos
intermedios de la sociedad. La segunda constituye el patrimonio del Estado, el
cual reserva ciertos bienes materiales sustrayéndolos a la aprobación
individual. En este sentido, propiedad pública equivale a una “no propiedad”.
Algunos autores hablan de propiedad comunitaria, o de propiedad colectiva.
Estos adjetivos suelen originar grandes confusiones. Su acepción legítima sería
la de copropiedad o propiedad en común, como se da en el caso de las sociedades
cooperativas y en los consorcios de propiedad horizontal de las viviendas. En
este sentido, la copropiedad no es sino una propiedad personal mitigada,
manteniendo su carácter privado; así, por ejemplo, la propiedad común de una
bicicleta entre los hijos de una misma familia es una propiedad privada,
compartida entre varios, y supone una disminución en su uso, pues nunca puede
ser utilizada por más de uno a la vez. El equívoco grave surge cuando se
pretende utilizar los adjetivos de “comunitario” o “colectivo” como eufemismos
destinados a disimular la estatización o la nacionalización de ciertos bienes.
Tal empleo es ilegítimo, por implicar una mentalidad colectivista.
La polémica liberal-socialista.
Como
consecuencia de la irrupción del liberalismo a partir de la Revolución
Francesa, surgieron dos concepciones antagónicas respecto de la propiedad
privada: el liberalismo y el socialismo. El liberalismo asigna a la propiedad
el carácter de un derecho absoluto que no admite limitación ni control alguno.
El liberalismo jurídico del Código napoleónico (1810) admite el derecho a
destruir el bien que se posee en propiedad, en virtud de su carácter absoluto.
La misma doctrina estaba implícita en la Declaración de los derechos del hombre
y del ciudadano. El fundamento de la concepción liberal reside en su concepción
optimista de la persona, por la cual todos somos espontáneamente buenos, justos
y libres. En consecuencia, el modo más eficaz de asegurar esa plena bondad y
autonomía del individuo reside en la absoluta libertad de disponer de los
propios bienes. El socialismo y el comunismo constataron los abusos a que
conducía inevitablemente utopía liberal y, partiendo de una concepción
pesimista del individuo, exigieron la destrucción de la propiedad privada en
todas sus formas, como principio de solución de todos los males sociales. La
conclusión práctica consistió en remitir al Estado la propiedad de todos los
bienes y servicios económicos. De ahí los calificativos de “colectivismo” y de
“capitalismo de Estado”, con que suele caracterizarse al socialismo económico.
Como
en tantos otros campos, la controversia liberal-socialista constituyó y sigue
siendo un perfecto diálogo entre sordos... Ambos planteos contienen verdades
parciales, que no guardan relación con la conclusión errónea que en ellas
pretende fundarse. El liberalismo tiene razón cuando percibe que la propiedad
es la garantía efectiva de la libertad y la iniciativa privada, pero se
equivoca gravemente al deducir que dicha propiedad ha de ser absoluta para no
reducirse a una mera ficción. Las corrientes socialistas, por su parte,
percibieron que el capitalismo liberal lograba, mediante su énfasis en la
propiedad, justificar el sometimiento al cual sometió de hecho a la mayoría de
las familias obreras, privándolas de las condiciones más elementales de trabajo
y de vida y despojándolas de su dignidad personal. Su error reside en concluir,
a partir de abusos concretos y limitados, una condenación universal de toda
propiedad, como si fuese algo esencialmente malo. La paradoja socialista
consiste en que, so pretexto de remediar los abusos del liberalismo, no hace
sino agravar los mismos al concentrar en un Estado anónimo la propiedad de
todos los bienes. ¿Quién podrá reivindicar el menor derecho frente a un poder
que, además de ser propietario de todo, es el único patrón, el líder sindical,
el único maestro, el supremo juez y jefe de policía?
La propiedad privada es un derecho natural.
Los
principios permanentes del orden natural y cristiano trascienden las graves
limitaciones del liberalismo y del socialismo en materia tan importante para el
recto ordenamiento de la sociedad, como lo es la institución de la propiedad. A
partir de un concepto realista de la persona humana y de su dignidad propia, la
propiedad privada encuentra en esta perspectiva toda su fecundidad, al par que
recibe las limitaciones éticas sin las cuales degeneraría en los abusos tantas
veces denunciados por el propio Magisterio pontificio.
La
Iglesia siempre ha definido con energía que la propiedad privada de los bienes
materiales es un derecho natural de la persona, cuyo respeto y protección es
fundamental para la paz y la prosperidad sociales. Juan XXIII lo reafirmó una
vez más al oponerse a quienes cuestionan la legitimidad de ese derecho: “Debe
pensarse que esa duda carece de todo fundamento. El derecho de propiedad
privada, aun aquel que concierne a los bienes de producción, vale en todo
tiempo, puesto que está contenido en la naturaleza misma de las cosas. Esta
nos enseña que cada hombre es anterior a la sociedad civil, y que es, pues,
necesario ordenar la sociedad civil al hombre, como a su fin. Por otra parte, sería
inútil reconocer a las personas privadas el derecho de actuar libremente en
materia económica, si no se les acuerda igualmente el poder de elegir
libremente, y de emplear libremente los medios necesarios al ejercicio de ese
derecho” (Mater et Magistra, n. 109).
En
efecto, si el hombre es un ser racional, libre y responsable, la primera
proyección de su naturaleza en el campo de los bienes económicos, de los cuales
ha de servirse para vivir y alcanzar su plenitud, es precisamente la propiedad
privada y personal sobre tales bienes. Toda limitación excesiva a este dominio
del hombre sobre las cosas implica coartar la libertad y, por consiguiente, la
responsabilidad propia de la persona. La solución a los abusos no radica en la
destrucción de la propiedad, sino en someter su uso a la regulación de la ley
moral.
La propiedad y su función social
En la nota anterior hemos analizado el concepto de propiedad privada y los errores que a su respecto han formulado tanto el liberalismo como las corrientes socialistas. Posteriormente se analizó el derecho de propiedad como un derecho natural de la persona. Corresponde ahora prolongar esa reflexión, considerando a la propiedad en su doble dimensión: personal y social.
Un derecho derivado.
Al
exponer el concepto de derecho natural,
…,
el conocimiento que poseemos de los derechos naturales no es igual para todos
ellos, ya que unos derivan a manera de conclusiones de los más fundamentales.
Estos últimos reciben la denominación de “preceptos primarios”, mientras que
los de ellos derivados son “preceptos secundarios”. El derecho a la vida, por
ejemplo, implica como consecuencia el derecho a la libre disposición de los
bienes materiales, pues estos son indispensables para la conservación de la
existencia; a su vez, la libre disposición de los bienes implica el derecho a
la propiedad privada. Santo Tomas califica a este ultimo de “derecho
secundario” pues presupone otros anteriores y aún más fundamentales.
Esta
distinción tiene importancia, pues los principios secundarios no son
necesariamente conocidos por todos los individuos con evidencia, ya que suponen
cierto discurso de la razón. Cuanto más se alejan de los preceptos primarios,
tanto mayor es el peligro de error. Pero lo dicho no implica que pierdan su
carácter de “naturales” o esenciales.
se
señaló que el derecho de propiedad es un derecho secundario o derivado. En
efecto, y pese a su carácter de atributo fundamental de la persona, la
propiedad se inscribe entre los derechos que hacen a la conservación de la
existencia.
El
derecho a la conservación de la propia vida es un atributo radical primario de
todo ser humano, por el solo hecho de ser tal. De la tendencia natural a
nuestra conservación deriva el derecho de todo hombre a la libre disposición de
los bienes necesarios a dicha subsistencia. Sí el hombre no puede vivir sin
utilizar y consumir bienes materiales, si no involucrara la disponibilidad
efectiva de los bienes básicos indispensables, el derecho a la vida sería una
mera ficción.
Este
derecho natural a la libre disposición de los bienes es anterior al derecho de
propiedad privada sobre los mismos. En esta perspectiva, el derecho de
propiedad se sigue a manera de medio indispensable para asegurar más
eficazmente la libre disposición de bienes para todos los hombres. Esta
reflexión pone de manifiesto la gravedad del error liberal según el cual la
propiedad no admite limitación alguna. Por el contrario, el orden natural
señala que no es un derecho absoluto sino subordinado a otro aún más
fundamental y anterior: “Sobre el uso de los bienes materiales, Nuestro
Predecesor muestra que el derecho de todo hombre a hacerlos servir a su
alimentación y conservación debe pesar antes que todos los demás derechos
concernientes a la vida económica y, por consiguiente, es anterior al mismo
derecho de propiedad privada” (Mate r et Magistra, n. 43; Pío XII,
Alocución del 2412-42).
El
carácter derivado del derecho de propiedad exige que debamos distinguir entre
el derecho mismo y las diferentes instituciones, estructuras o regímenes
particulares que los pueblos crean para su aplicación concreta a la vida
diaria. Mientras aquél tiene permanente vigencia, sus formas de concreción
práctica variarán según las circunstancias: “Lo mismo, en efecto, que cualquier
otra institución de la vida social, el régimen de la propiedad no es
absolutamente inmutable” (Quadragesimo Anno, n. 54). “Las normas jurídicas
positivas que regulan la propiedad privada, pueden variar y restringir en mayor
o menor medida su uso” (Pío XII, Radiomensaje del 24- 12-42; Radiomensaje del
1-9-44). Claro está que las formas concretas de regulación de los diferentes
sistemas de propiedad deberán dejar siempre a salvo las exigencias del orden
natural (Pío XII, Radiomensaje del 2412-55).
Dimensión personal de la propiedad.
En el
orden de los bienes materiales, la propiedad es la garantía efectiva del
desarrollo pleno de la persona humana y de las familias. Ya hemos dicho
anteriormente que el ser humano, inteligente, libre y responsable en su actuar
reviste una dignidad propia, la cual consiste en que puede y debe encaminarse
por sí mismo a su propio fin y perfección. Este atributo esencial de todo
hombre requiere, en la práctica, que la sociedad política reconozca a cada
individuo y a cada grupo intermedio un margen adecuado de iniciativas propias
dentro del cual las familias y los grupos pongan en juego sus cualidades y recursos.
De otro modo, se coartaría su condición de ser libre, convirtiéndolo, en los
hechos, en un ser irresponsable, totalmente dependiente del Estado.
Si, en
el plano de la economía, se negara a las personas toda posibilidad de asumir
iniciativas propias, caeríamos inevitablemente en un sistema totalitario y
coactivo de la vida social. La ineficacia congénita de las economías de las
repúblicas soviéticas y de las mal llamadas “democracias populares”, no tiene
otra causa profunda sino este desconocimiento de la realidad esencial del ser
humano. Ahora bien, ¿cómo podría el hombre ejercer su
capacidad e iniciativa en el orden económico sin poseer? Si la propiedad
privada supone por definición la capacidad de usar y disponer de las cosas, no
habrá iniciativa económica sin propiedad privada de los bienes.
Alguno
preguntará si no bastaría para asegurar el respeto pleno del hombre, el limitar
la propiedad privada a los bienes de consumo, como lo postulan formas moderadas
del socialismo. La respuesta es terminante: no basta el reconocimiento a
disponer de los bienes de consumo; la propiedad privada ha de extenderse a los
bienes de producción (ver Mater et Magistra, n. 109). Sin éstos, la misma
propiedad de los bienes de consumo peligra, como lo ha señalado claramente el R
Calvez S. J.: “Debemos precavernos, en efecto, contra una ilusión: la de una
verdadera propiedad de los bienes de consumo en ausencia de una propiedad o
control de los medios de producción. En ausencia de tal control, la propiedad
de los bienes de consumo no es sino algo otorgado; se vuelve algo secundario y
dependiente” (Revue de Action Populaire, junio, 1965, p.661). En efecto, sin
propiedad privada de los bienes productivos o de capital, el Estado anónimo
dispensaría como dueño absoluto el derecho al consumo para cada individuo. La
triste ilustración de esta utopía está dada por las economías de trabajo
forzado en los países comunistas, en los cuales se recurre con frecuencia a los
bonos de racionamiento para digitar el consumo de cada ciudadano.
Del
mismo modo que el hombre se proyecta en su dominio sobre las cosas mediante la
propiedad, así también la vida familiar requiere necesariamente el acceso a la
propiedad privada. El ejercicio pleno de las responsabilidades familiares
requiere el ser dueño de los bienes e instrumentos indispensables. Prueba de
ello es que la familia se ve desconocida en aquellos países que relegan al
Estado la propiedad de los bienes.
En
este sentido, cabe recordar que el derecho de propiedad privada implica el
derecho a la transmisión hereditaria de la propiedad. Como lo señalara ya en el
siglo pasado el ilustre sociólogo católico Federico Le Play, en su vasto
estudio sobre los obreros europeos, sin herencia no hay prosperidad familiar,
pues el hombre tiende naturalmente a asegurar el futuro de sus hijos y, en
razón de ellos, tiende a producir en abundancia.
Privado
de tal estímulo, el rendimiento personal y la capacidad de ahorro decae
inevitablemente.
Función social de la propiedad.
Si el
liberalismo fue sensible al hecho de que, si se traba la iniciativa privada, no
habrá producción abundante de bienes económicos, las corrientes socialistas
reivindicaron otra verdad parcial; a saber, el uso de los bienes ha de
ordenarse a las necesidades sociales. El error de ambos planteos es haber
desconocido que ambas afirmaciones no son excluyentes sino absolutamente
complementarias.
En
efecto, falto de regulación moral adecuada, el individuo tiende a subordinar a
sus intereses egoístas el uso de los bienes que posee. Este egoísmo -alentado
por el individualismo liberal- trae aparejadas toda clase de abusos e
injusticias. Quien posee tiende a imponer condiciones injustas a quienes no
poseen bien alguno, con el objeto de aumentar las propias ganancias. De ahí que
la historia presente testimonios de tales abusos a lo largo de los siglos.
Tales
situaciones parten del desconocimiento de la función social de la propiedad.
Esta idea complementa y equilibra la función personal antes explicada. Siendo
la propiedad un derecho derivado, su ejercicio efectivo ha de ordenarse no sólo
a la satisfacción de las necesidades individuales, sino también al bien común
de la sociedad política. En otras palabras, los bienes de los particulares
deben contribuir a solventar todas aquellas actividades y servicios que son
indispensables a la buena marcha de la sociedad. El régimen impositivo es un
ejemplo claro del ordenamiento a los fines sociales.
Pero
la función social no se agota en dicha contribución. La rentabilidad de los
bienes, en particular de los bienes de producción, ha de ordenarse a
proporcionar a todas las familias y sectores sociales un nivel de vida adecuado
y una seguridad contra los riesgos vitales (enfermedad, muerte, etc.). Ello
requiere una justa distribución de los ingresos, cuyo arbitraje supremo deberá
ser ejercido por la autoridad política (Mater et Magistra; Gaudium et Spes 71).
Abundante producción y su justa distribución son las ideas que asegurarán el
recto uso de Impropiedad.
La difusión de la propiedad
En capítulos anteriores (18 y 19) hemos considerado el derecho de propiedad privada, tanto en su función personal como en su función social. Corresponde ahora analizar los medios prácticos de su difusión a todos los sectores del cuerpo social.
Una necesidad imperiosa.
“El
derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus
familias es un derecho que a todos corresponde” (Gaudium et Spes, n. 69). Esta
afirmación sobre la universalidad del derecho a la propiedad privada de los
bienes deriva manifiestamente del carácter de derecho natural que distingue a
la propiedad. Siendo algo acordado al ser humano por naturaleza, todos y cada
uno deben poder participar efectivamente de la propiedad en sus diferentes
formas.
Este
principio básico se traduce, al nivel de la realidad económica internacional,
en la necesidad urgente de facilitar y promover la difusión de la propiedad a
través de todos los sectores sociales y, en particular, del sector asalariado.
La causa de esta necesidad imperiosa reside en la libre concurrencia instaurada
por el capitalismo liberal. El mecanismo del mercado, falto de regulación moral
y social, según las premisas del liberalismo económico, tiende a mantener a los
trabajadores en su condición de meros asalariados y traba su progreso. Tal es
así que, aun en los países más industrializados, la constante expansión de la
producción y la mayor eficiencia de las empresas como unidades productivas no
permite un aumento en los ingresos del sector trabajo equivalente al incremento
correspondiente al sector capital.
La
única solución viable a tal problema crónico de la economía moderna consiste en
facilitar a los trabajadores la participación en la propiedad de las empresas (ver
de Louis Salieron, Los católicos y el capitalismo, ed. La Palatine, París 1951,
y Diffuser la Propiété, N. E. Latines, París, 1964).
La
urgencia de una distribución efectiva de la propiedad a todos los sectores
sociales ha sido una exigencia permanente de la doctrina social católica, desde
Rerum Novarum hasta hoy. Pero han sido sobre todo Pío XII y Juan XXIII quienes
han subrayado con más energía la necesidad práctica de su instrumentación
adecuada: “Pero es poca cosa afirmar que el hombre ha recibido de la
naturaleza el derecho de poseer privadamente los bienes como propios, incluidos
aquellos de carácter productivo, si no se trabajara con todas las fuerzas en
propagar el ejercicio de ese derecho en todas las clases sociales. En
efecto; como lo enseña muy claramente Pío XII, Nuestro Predecesor de feliz
memoria, por una parte, la dignidad misma de la persona humana «exige
necesariamente el derecho de usar de los bienes exteriores para vivir según las
justas normas de la naturaleza; a ese derecho corresponde una obligación muy
grave que requiere que se acuerde a todos, en la medida de lo posible, la
facultad de poseer bienes privados». Por otra parte, la nobleza inherente al
mismo trabajo exige, entre otras cosas, «la conservación y el perfeccionamiento
de un orden social que haga posible una propiedad segura, por modesta que
fuere, a todos los ciudadanos de cualquier clase»” (Mater et Magistra, n. 114).
Diferentes formas de propiedad.
El
acceso generalizado a la propiedad puede y debe revestir diversas formas y
modalidades, puesto que el concepto de propiedad es aplicable a bienes de
diferente naturaleza: “Así, recurriendo con prudencia a los diversos métodos
aprobados por la experiencia, no resultará difícil a los países el organizar la
vida social y económica de modo tal que facilite y extienda lo más posible el
acceso a la propiedad privada de bienes, tales como: los bienes de uso
duradero, la casa, un terreno, el equipo necesario a un taller artesanal o a la
explotación de una granja de dimensión familiar, las acciones de empresas
medianas o grandes” (Mater et Magistra, n. 115).
La
enumeración precedente no hace sino mencionar algunas formas manifiestas y
simples de facilitar el acceso a los bienes.
Por la
misma razón no requieren mayor comentario. A continuación, examinaremos
rápidamente otras formas de propiedad, no menos fundamentales que las
anteriores, y cuya índole y repercusión social deben ser acentuadas en la
actualidad, puesto que permitirán esbozar principios de solución a los males y
desigualdades de la economía de nuestro tiempo.
Y continua …
La propiedad del oficio …
La seguridad social … la Participación en el capital empresario …
si desean, una vez más Acá el texto completo de “El Orden Natural”
__________________________________________________________________________
Luego de repasar los principios básicos que rigen la propiedad privada, debemos sumar algunas actualizaciones a la Doctrina dados los procesos socioeconómicos de las últimas décadas. Para ello recomiendo la lectura de San Juan Pablo II (centesimus annus), a continuación, algunos párrafos:
Hacia las “cosas
nuevas” de hoy
La conmemoración de la Rerum novarum no sería apropiada sin echar una mirada a
la situación actual. Por su contenido, el documento se presta a tal consideración,
ya que su marco histórico y las previsiones en él apuntadas se revelan
sorprendentemente justas, a la luz de cuanto sucedió después.
Esto mismo queda confirmado,
en particular, por los acontecimientos de los últimos meses del año 1989 y
primeros del 1990. Tales acontecimientos y las posteriores transformaciones
radicales no se explican si no es a la luz de las situaciones anteriores, que
en cierta medida habían cristalizado o institucionalizado las previsiones de
León XIII y las señales, cada vez más inquietantes, vislumbradas por sus
sucesores. En efecto, el Papa previó las consecuencias negativas —bajo todos
los aspectos, político, social, y económico— de un ordenamiento de la sociedad
tal como lo proponía el «socialismo», que entonces se hallaba todavía en el
estadio de filosofía social y de movimiento más o menos estructurado. Algunos
se podrían sorprender de que el Papa criticara las soluciones que se daban a la
«cuestión obrera» comenzando por el socialismo, cuando éste aún no se
presentaba —como sucedió más tarde— bajo la forma de un Estado fuerte y
poderoso, con todos los recursos a su disposición. Sin embargo, él supo valorar
justamente el peligro que representaba para las masas ofrecerles el atractivo
de una solución tan simple como radical de la cuestión obrera de entonces. Esto
resulta más verdadero aún, si lo comparamos con la terrible condición de
injusticia en que versaban las masas proletarias de las naciones recién
industrializadas.
Es necesario subrayar aquí dos
cosas: por una parte, la gran lucidez en percibir, en toda su crudeza, la
verdadera condición de los proletarios, hombres, mujeres y niños; por otra, la
no menor claridad en intuir los males de una solución que, bajo la apariencia
de una inversión de posiciones entre pobres y ricos, en realidad perjudicaba
a quienes se proponía ayudar. De este modo el remedio venía a ser peor que el
mal. Al poner de manifiesto que la naturaleza del socialismo de su tiempo
estaba en la supresión de la propiedad privada, León XIII llegaba de veras al núcleo
de la cuestión.
Merecen ser leídas con
atención sus palabras:
«Para
solucionar este mal (la injusta distribución de las riquezas junto con la
miseria de los proletarios) los socialistas instigan a los pobres al odio
contra los ricos y tratan de acabar con la propiedad privada estimando mejor
que, en su lugar, todos los bienes sean comunes...; pero esta teoría es tan
inadecuada para resolver la cuestión, que incluso llega a perjudicar a las
propias clases obreras; y es además sumamente injusta, pues ejerce violencia
contra los legítimos poseedores, altera la misión del Estado y perturba
fundamentalmente todo el orden social».
No se podían indicar mejor los
males acarreados por la instauración de este tipo de socialismo como sistema de
Estado, que sería llamado más adelante «socialismo real».
…
La Propiedad Privada
y el destino universal de los Bienes
En la Rerum novarum León XIII afirmaba enérgicamente y con
varios argumentos el carácter natural del derecho a la propiedad privada,
en contra del socialismo de su tiempo. Este derecho, fundamental en toda
persona para su autonomía y su desarrollo, ha sido defendido siempre por la
Iglesia hasta nuestros días. Asimismo, la Iglesia enseña que la propiedad de
los bienes no es un derecho absoluto, ya que en su naturaleza de derecho humano
lleva inscrita la propia limitación.
A la vez que proclamaba
con fuerza el derecho a la propiedad privada, el Pontífice afirmaba con igual
claridad que el «uso» de los bienes, confiado a la propia libertad, está
subordinado al destino primigenio y común de los bienes creados y también a la
voluntad de Jesucristo, manifestada en el Evangelio. Escribía a este respecto:
«Así pues los afortunados quedan avisados...; los ricos deben temer las
tremendas amenazas de Jesucristo, ya que más pronto o más tarde habrán de dar
cuenta severísima al divino Juez del uso de las riquezas»; y,
citando a santo Tomás de Aquino, añadía: «Si se pregunta cómo debe ser el uso
de los bienes, la Iglesia responderá sin vacilación alguna: "a este
respecto el hombre no debe considerar los bienes externos como propios, sino
como comunes"... porque "por encima de las leyes y de los juicios de
los hombres está la ley, el juicio de Cristo"».
Los sucesores de León XIII han
repetido esta doble afirmación: la necesidad y, por tanto, la licitud de la
propiedad privada, así como los límites que pesan sobre ella. …
El origen primigenio de todo
lo que es un bien es el acto mismo de Dios que ha creado el mundo y el hombre,
y que ha dado a éste la tierra para que la domine con su trabajo y goce de sus
frutos (cf. Gn 1, 28-29). Dios ha dado la tierra a todo el género
humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni
privilegiar a ninguno. He ahí, pues, la raíz primera del destino universal de
los bienes de la tierra. Ésta, por su misma fecundidad y capacidad de
satisfacer las necesidades del hombre, es el primer don de Dios para el
sustento de la vida humana.
Ahora bien, la
tierra no da sus frutos sin una peculiar respuesta del hombre al don de Dios,
es decir, sin el trabajo. Mediante el trabajo, el hombre, usando su
inteligencia y su libertad, logra dominarla y hacer de ella su digna morada. De
este modo, se apropia una parte de la tierra, la que se ha conquistado con su
trabajo: he ahí el origen de la propiedad individual.
…
Existe otra forma de
propiedad, concretamente en nuestro tiempo, que tiene una importancia no
inferior a la de la tierra: es la propiedad del conocimiento, de la
técnica y del saber. En este tipo de propiedad, mucho más que en los
recursos naturales, se funda la riqueza de las naciones industrializadas.
Se ha aludido al hecho de que el
hombre trabaja con los otros hombres, tomando parte en un «trabajo social»
que abarca círculos progresivamente más amplios. Quien produce una cosa lo hace
generalmente —aparte del uso personal que de ella pueda hacer— para que otros
puedan disfrutar de la misma, después de haber pagado el justo precio,
establecido de común acuerdo mediante una libre negociación. Precisamente la
capacidad de conocer oportunamente las necesidades de los demás hombres y el
conjunto de los factores productivos más apropiados para satisfacerlas es otra
fuente importante de riqueza en una sociedad moderna. Por lo demás, muchos
bienes no pueden ser producidos de manera adecuada por un solo individuo, sino
que exigen la colaboración de muchos. Organizar ese esfuerzo productivo,
programar su duración en el tiempo, procurar que corresponda de manera positiva
a las necesidades que debe satisfacer, asumiendo los riesgos necesarios: todo
esto es también una fuente de riqueza en la sociedad actual. Así se hace cada
vez más evidente y determinante el papel del trabajo
humano, disciplinado y creativo, y el de las capacidades de
iniciativa y de espíritu emprendedor, como parte esencial del mismo
trabajo.
Dicho proceso, que pone
concretamente de manifiesto una verdad sobre la persona, afirmada sin cesar por
el cristianismo, debe ser mirado con atención y positivamente. En efecto, el
principal recurso del hombre es, junto con la tierra, el hombre mismo. Es su
inteligencia la que descubre las potencialidades productivas de la tierra y las
múltiples modalidades con que se pueden satisfacer las necesidades humanas. Es
su trabajo disciplinado, en solidaria colaboración, el que permite la creación
de comunidades de trabajo cada vez más amplias y seguras para llevar
a cabo la transformación del ambiente natural y la del mismo ambiente humano.
En este proceso están comprometidas importantes virtudes, como son la
diligencia, la laboriosidad, la prudencia en asumir los riesgos razonables, la
fiabilidad y la lealtad en las relaciones interpersonales, la resolución de
ánimo en la ejecución de decisiones difíciles y dolorosas, pero necesarias para
el trabajo común de la empresa y para hacer frente a los eventuales reveses de
fortuna.
La moderna economía de
empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la libertad de la
persona, que se expresa en el campo económico y en otros campos. En efecto,
la economía es un sector de la múltiple actividad humana y en ella, como en
todos los demás campos, es tan válido el derecho a la libertad como el deber de
hacer uso responsable del mismo. Hay, además, diferencias específicas entre
estas tendencias de la sociedad moderna y las del pasado incluso reciente. Si
en otros tiempos el factor decisivo de la producción era la tierra y
luego lo fue el capital, entendido como conjunto masivo de maquinaria
y de bienes instrumentales, hoy día el factor decisivo es cada vez más el
hombre mismo, es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de
manifiesto mediante el saber científico, y su capacidad de organización
solidaria, así como la de intuir y satisfacer las necesidades de los demás.
Sin embargo, es necesario
descubrir y hacer presentes los riesgos y los problemas relacionados con este
tipo de proceso. De hecho, hoy muchos hombres, quizá la gran mayoría, no
disponen de medios que les permitan entrar de manera efectiva y humanamente
digna en un sistema de empresa, donde el trabajo ocupa una posición realmente
central. No tienen posibilidad de adquirir los conocimientos básicos, que les
ayuden a expresar su creatividad y desarrollar sus capacidades. No consiguen
entrar en la red de conocimientos y de intercomunicaciones que les permitiría
ver apreciadas y utilizadas sus cualidades. Ellos, aunque no explotados
propiamente, son marginados ampliamente y el desarrollo económico se realiza,
por así decirlo, por encima de su alcance, limitando incluso los espacios ya
reducidos de sus antiguas economías de subsistencia. Esos hombres, impotentes
para resistir a la competencia de mercancías producidas con métodos nuevos y
que satisfacen necesidades que anteriormente ellos solían afrontar con sus
formas organizativas tradicionales, ofuscados por el esplendor de una ostentosa
opulencia, inalcanzable para ellos, coartados a su vez por la necesidad, esos
hombres forman verdaderas aglomeraciones en las ciudades del Tercer Mundo,
donde a menudo se ven desarraigados culturalmente, en medio de situaciones de
violencia y sin posibilidad de integración. No se les reconoce, de hecho, su
dignidad y, en ocasiones, se trata de eliminarlos de la historia mediante
formas coactivas de control demográfico, contrarias a la dignidad humana.
Otros muchos hombres, aun no
estando marginados del todo, viven en ambientes donde la lucha por lo necesario
es absolutamente prioritaria y donde están vigentes todavía las reglas del
capitalismo primitivo, junto con una despiadada situación que no tiene nada que
envidiar a la de los momentos más oscuros de la primera fase de
industrialización. En otros casos sigue siendo la tierra el elemento principal
del proceso económico, con lo cual quienes la cultivan, al ser excluidos de su
propiedad, se ven reducidos a condiciones de semi-esclavitud. Ante estos casos,
se puede hablar hoy día, como en tiempos de la Rerum novarum, de una
explotación inhumana. A pesar de los grandes cambios acaecidos en las
sociedades más avanzadas, las carencias humanas del capitalismo, con el
consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están lejos de haber
desaparecido; es más, para los pobres, a la falta de bienes materiales se ha
añadido la del saber y de conocimientos, que les impide salir del estado de
humillante dependencia.
Por desgracia, la gran
mayoría de los habitantes del Tercer Mundo vive aún en esas condiciones.
Sería, sin embargo, un error entender este mundo en sentido solamente
geográfico. En algunas regiones y en sectores sociales del mismo se han
emprendido procesos de desarrollo orientados no tanto a la valoración de los
recursos materiales, cuanto a la del «recurso humano».
En años recientes se ha
afirmado que el desarrollo de los países más pobres dependía del aislamiento
del mercado mundial, así como de su confianza exclusiva en las propias fuerzas.
La historia reciente ha puesto de manifiesto que los países que se han
marginado han experimentado un estancamiento y retroceso; en cambio, han
experimentado un desarrollo los países que han logrado introducirse en la
interrelación general de las actividades económicas a nivel internacional.
Parece, pues, que el mayor problema está en conseguir un acceso equitativo al
mercado internacional, fundado no sobre el principio unilateral de la
explotación de los recursos naturales, sino sobre la valoración de los recursos
humanos.
…
La Iglesia reconoce la
justa función de los beneficios, como índice de la buena marcha de la
empresa. Cuando una empresa da beneficios significa que los factores
productivos han sido utilizados adecuadamente y que las correspondientes
necesidades humanas han sido satisfechas debidamente. Sin embargo, los
beneficios no son el único índice de las condiciones de la empresa. Es posible
que los balances económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres,
que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y
ofendidos en su dignidad. Además de ser moralmente inadmisible, esto no puede
menos de tener reflejos negativos para el futuro, hasta para la eficiencia
económica de la empresa. En efecto, finalidad de la empresa no es simplemente
la producción de beneficios, sino más bien la existencia misma de la empresa
como comunidad de hombres que, de diversas maneras, buscan la
satisfacción de sus necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular
al servicio de la sociedad entera. Los beneficios son un elemento regulador de
la vida de la empresa, pero no el único; junto con ellos hay que
considerar otros factores humanos y morales que, a largo plazo, son
por lo menos igualmente esenciales para la vida de la empresa.
Queda mostrado cuán
inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo deja al
capitalismo como único modelo de organización económica. Hay que romper las
barreras y los monopolios que colocan a tantos pueblos al margen del
desarrollo, y asegurar a todos —individuos y naciones— las condiciones básicas
que permitan participar en dicho desarrollo. Este objetivo exige esfuerzos
programados y responsables por parte de toda la comunidad internacional. Es
necesario que las naciones más fuertes sepan ofrecer a las más débiles
oportunidades de inserción en la vida internacional; que las más débiles sepan
aceptar estas oportunidades, haciendo los esfuerzos y los sacrificios
necesarios para ello, asegurando la estabilidad del marco político y económico,
la certeza de perspectivas para el futuro, el desarrollo de las capacidades de
los propios trabajadores, la formación de empresarios eficientes y conscientes
de sus responsabilidades.
…
Es asimismo preocupante, junto
con el problema del consumismo y estrictamente vinculado con él, la
cuestión ecológica. El hombre, impulsado por el deseo de tener y gozar,
más que de ser y de crecer, consume de manera excesiva y desordenada los
recursos de la tierra y su misma vida. En la raíz de la insensata destrucción
del ambiente natural hay un error antropológico, por desgracia muy difundido en
nuestro tiempo. El hombre, que descubre su capacidad de transformar y, en
cierto sentido, de «crear» el mundo con el propio trabajo, olvida que éste se
desarrolla siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las
cosas por parte de Dios. Cree que puede disponer arbitrariamente de la tierra,
sometiéndola sin reservas a su voluntad como si ella no tuviese una fisonomía
propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar
ciertamente, pero que no debe traicionar. En vez de desempeñar su papel de
colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con
ello provoca la rebelión de la naturaleza, más bien tiranizada que gobernada
por él.
…
Además de la destrucción
irracional del ambiente natural hay que recordar aquí la más grave aún
del ambiente humano, al que, sin embargo, se está lejos de prestar la
necesaria atención. Mientras nos preocupamos justamente, aunque mucho menos de
lo necesario, de preservar los «habitat» naturales de las diversas especies
animales amenazadas de extinción, porque nos damos cuenta de que cada una de
ellas aporta su propia contribución al equilibrio general de la tierra, nos
esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones morales de una
auténtica «ecología humana». No sólo la tierra ha sido dada por Dios al
hombre, el cual debe usarla respetando la intención originaria de que es un
bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es para sí mismo un don
de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha
sido dotado. Hay que mencionar en este contexto los graves problemas de la
moderna urbanización, la necesidad de un urbanismo preocupado por la vida de
las personas, así como la debida atención a una «ecología social» del trabajo.
…
El marxismo ha criticado las
sociedades burguesas y capitalistas, reprochándoles la mercantilización y la
alienación de la existencia humana. Ciertamente, este reproche está basado
sobre una concepción equivocada e inadecuada de la alienación, según la cual
ésta depende únicamente de la esfera de las relaciones de producción y
propiedad, esto es, atribuyéndole un fundamento materialista y negando, además,
la legitimidad y la positividad de las relaciones de mercado incluso en su
propio ámbito. El marxismo acaba afirmando así que sólo en una sociedad de tipo
colectivista podría erradicarse la alienación. Ahora bien, la experiencia
histórica de los países socialistas ha demostrado tristemente que el
colectivismo no acaba con la alienación, sino que más bien la incrementa, al
añadirle la penuria de las cosas necesarias y la ineficacia económica.
La experiencia histórica de
Occidente, por su parte, demuestra que, si bien el análisis y el fundamento
marxista de la alienación son falsas, sin embargo, la alienación, junto con la
pérdida del sentido auténtico de la existencia, es una realidad incluso en las
sociedades occidentales. En efecto, la alienación se verifica en el consumo,
cuando el hombre se ve implicado en una red de satisfacciones falsas y
superficiales, en vez de ser ayudado a experimentar su personalidad auténtica y
concreta. La alienación se verifica también en el trabajo, cuando se organiza
de manera tal que «maximaliza» solamente sus frutos y ganancias y no se
preocupa de que el trabajador, mediante el propio trabajo, se realice como
hombre, según que aumente su participación en una auténtica comunidad
solidaria, o bien su aislamiento en un complejo de relaciones de exacerbada
competencia y de recíproca exclusión, en la cual es considerado sólo como un
medio y no como un fin.
Es necesario iluminar, desde
la concepción cristiana, el concepto de alienación, descubriendo en él la
inversión entre los medios y los fines: el hombre, cuando no reconoce el valor
y la grandeza de la persona en sí mismo y en el otro, se priva de hecho de la
posibilidad de gozar de la propia humanidad y de establecer una relación de
solidaridad y comunión con los demás hombres, para lo cual fue creado por Dios.
En efecto, es mediante la propia donación libre como el hombre se realiza
auténticamente a sí mismo, y esta donación es posible gracias a la esencial
«capacidad de trascendencia» de la persona humana. El hombre no puede darse a
un proyecto solamente humano de la realidad, a un ideal abstracto, ni a falsas
utopías. En cuanto persona, puede darse a otra persona o a otras personas y,
por último, a Dios, que es el autor de su ser y el único que puede acoger
plenamente su donación. Se aliena el hombre que rechaza trascenderse a sí mismo
y vivir la experiencia de la autodonación y de la formación de una auténtica
comunidad humana, orientada a su destino último que es Dios. Está alienada una
sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y consumo,
hace más difícil la realización de esta donación y la formación de esa
solidaridad interhumana.
En la sociedad
occidental se ha superado la explotación, al menos en las formas analizadas y
descritas por Marx. No se ha superado, en cambio, la alienación en las diversas
formas de explotación, cuando los hombres se instrumentalizan mutuamente y,
para satisfacer cada vez más refinadamente sus necesidades particulares y
secundarias, se hacen sordos a las principales y auténticas, que deben regular
incluso el modo de satisfacer otras necesidades. El hombre que se preocupa sólo
o prevalentemente de tener y gozar, incapaz de dominar sus instintos y sus
pasiones y de subordinarlas mediante la obediencia a la verdad, no puede ser
libre. La obediencia a la verdad sobre Dios y sobre el hombre es la
primera condición de la libertad, que le permite ordenar las propias
necesidades, los propios deseos y el modo de satisfacerlos según una justa
jerarquía de valores, de manera que la posesión de las cosas
sea para él un medio de crecimiento. Un obstáculo a esto puede venir de la
manipulación llevada a cabo por los medios de comunicación social, cuando
imponen con la fuerza persuasiva de insistentes campañas, modas y corrientes de
opinión, sin que sea posible someter a un examen crítico las premisas sobre las
que se fundan.
…
La solución marxista ha
fracasado, pero permanecen en el mundo fenómenos de marginación y explotación,
especialmente en el Tercer Mundo, así como fenómenos de alienación humana,
especialmente en los países más avanzados; contra tales fenómenos se alza con
firmeza la voz de la Iglesia. Ingentes muchedumbres viven aún en condiciones de
gran miseria material y moral. El fracaso del sistema comunista en tantos
países elimina ciertamente un obstáculo a la hora de afrontar de manera
adecuada y realista estos problemas; pero eso no basta para resolverlos. Es
más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo
capitalista, que rechaza incluso el tomarlos en consideración, porque a
priori considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de
forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de
mercado.
La Iglesia no tiene modelos
para proponer. Los modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer
solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos
los responsables que afronten los problemas concretos en todos sus aspectos
sociales, económicos, políticos y culturales que se relacionan entre sí. Para este objetivo la Iglesia ofrece, como orientación ideal e
indispensable, la propia doctrina social, la cual —como queda dicho—
reconoce la positividad del mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo
indica que éstos han de estar orientados hacia el bien común. Esta doctrina
reconoce también la legitimidad de los esfuerzos de los trabajadores por
conseguir el pleno respeto de su dignidad y espacios más amplios de
participación en la vida de la empresa, de manera que, aun trabajando
juntamente con otros y bajo la dirección de otros, puedan considerar en cierto
sentido que «trabajan en algo propio»,
al ejercitar su inteligencia y libertad.
Y
continua …
Acá el
texto completo de Centesimus Annus
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